Jamás he estado en las Pribilof, esas islas del Mar de Bering hacia las que ponían proa en la maravillosa película El Mundo en sus Manos de Raoul Walsh. De momento me he quedado en la Alaska continental. Pero esa frase exclamada al frío viento del océano en el celuloide de 1952 siempre me ha sugerido las aventuras y emociones que, de alguna manera, intento encontrar en mis viajes.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

AL OTRO LADO DEL RÍO (EPUPA FALLS, NAMIBIA)



Al otro lado del río la tierra parece la misma, sin rastro de alteración en la corteza amarilla y polvorienta que cubre las colinas. Las líneas onduladas bajan en suaves olas de hierba rubia para beber a la orilla del agua y después suben de nuevo para perderse en la calima de árboles retorcidos. Al otro lado del río todo sigue igual, pero es otro país.

En este caso, a diferencia de muchas otras en Africa trazadas con regla y cartabón, la frontera está dibujada de forma natural por el curso indolente del Kunene que viaja aletargado rumbo al oeste. Allí le espera un océano Atlántico brioso donde despertará silenciosamente para dar el último estertor. Arrastrando su acento portugués por las sendas abiertas a machete, Angola se diluye abruptamente en el agua verdosa que la separa de Namibia donde los cuchillos alemanes se afilan en la arena roja de las dunas. Todo cambia de nombre para que nadie advierta que todo sigue igual. El Cunene apenas se torna Kunene, las Cascadas Monte Negro en las Epupa. Con un breve sobresalto de antílope cazado, el río abre los ojos por un instante para caer ensimismado a la sombra de los baobabs que alzan sus raíces al cielo.

A la orilla de los Himba y los Herero, recibe el nombre de la espuma en la que muta el agua en el gran salto. Ninguna caída suicida, apenas 40 metros. El sueño del río cargado de ojos de monos y cocodrilos estalla en briznas de cristal durante unos segundos interminables para recomponerse unos metros más allá como si nunca hubiera salido de tan profundo sopor.

A este lado del Kunene la noche trae estrellas, aroma espeso y un hilo de música desde el Himba Bar. En la otra orilla, las sombras se extienden agazapadas sobre la tierra quemada.

(Epupa Falls, agosto de 2011)






(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

miércoles, 5 de septiembre de 2012

ARCOIRIS SOBRE RUEDAS (PAKISTÁN)



Nada más salir de Islamabad rumbo al norte empiezo a encontrarlos por el camino. No hace falta llegar a Taxila o a Abottabad para escuchar tintinear sus campanillas o ver girar alocadamente los molinetes que los decoran, sino que con poner las ruedas en los primeros kilómetros de la Karakoram Highway comienzan a aparecer en cada curva.

La pasión de los paquistaníes por decorar sus camiones llega hasta límites insospechados. Agazapados en el inexistente arcén, apretados en multicolores rebaños cerca de la carretera, bramando humo por el carril izquierdo u ocupando totalmente la estrecha pista entre la pared de roca y el abismo sobre el Indo, los camiones pasean su carga rutinaria por las largas leguas que los separan del alto Khunjerab Pass donde aguarda China, ataviados con los más extraordinarios ropajes.


Los más antiguos aún lucen las magníficas puertas de madera labrada que antes eran norma y ahora excepción al ser sustituidos por nuevos modelos, pero todos se engalanan pomposamente con los colores del espectro no dejando un sólo resquicio sin decorar con los ornamentos más inverosímiles. Campanillas, cadenas, molinillos al viento, pinturas de animales salvajes, imágenes inconcebibles en el Islam, espejos, faldones, alfombrillas... cualquier cosa que sirva para embellecer el vehículo y para asombrar a los profanos. De algún modo, estas decoraciones tan llamativas, con sus pinturas figurativas, me hacen pensar más en la India que en las tierras secas de Pakistán. Al menos en sus camiones no están tan lejos ambos países como se pudiera pensar.


Las altas proas de los camiones, como enormes paraguas sobre la cabina, son la marca distintiva de estas carrocerías que circulan orgullosamente por la Karakoram Highway sin descanso. A veces me pregunto si tanta parafernalia no pesará más que la propia carga que transportan, sobre todo cuando los contemplo arrastrarse a duras penas por las rampas y curvas de la carretera que se alarga interminablemente junto a las turbias aguas del Indo y flaqueando el poderoso macizo del Nanga Parbat.

(Karakoram Highway, agosto de 2012)




(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó