Jamás he estado en las Pribilof, esas islas del Mar de Bering hacia las que ponían proa en la maravillosa película El Mundo en sus Manos de Raoul Walsh. De momento me he quedado en la Alaska continental. Pero esa frase exclamada al frío viento del océano en el celuloide de 1952 siempre me ha sugerido las aventuras y emociones que, de alguna manera, intento encontrar en mis viajes.

martes, 12 de junio de 2012

DE PLUMA EN PECHO (ZAMBIA, SUDÁFRICA, NAMIBIA, BOTSWANA)



La primera vez que vi revoltear a este pajarito de pluma en pecho fue entre los resecos árboles de North Luangwa, donde Zambia empieza a mostrar sus credenciales. Al preguntar a uno de los lugareños por tan llamativo animal apenas pude entender el nombre en inglés que murmuró, por lo largo e inesperado. El pájaro agitó sus alas multicolores bajo el calor de la sabana de rama en rama mientras jugaba a zafarse con indudable éxito del objetivo de mi cámara. Durante mi estancia por las tierras altas zambianas se cruzó en mi camino, o más bien yo en el suyo, alguna vez más pero nuestro destino estaba sellado para encontrarnos varios años más tarde.

La carraca de pecho lila (Coracias caudatus) o como es conocida por aquellos pagos y como el buen hombre trató de hacer entender a mi duro oído, Lilac-breasted Roller, asombra con los retales de color brillante cosidos a sus plumas mientras vuela de árbol en árbol por gran parte de los países que se dividen el sur del continente africano, siendo conspicuo habitante de las sábanas y tierras boscosas hasta el punto de elegirlo pájaro nacional de Botswana.

Verde, amarillo, rojo, rosa, azul, añil, turquesa..., el espectro abigarrado de tonalidades se apelmaza de manera casi imposible en tan diminuto espacio de plumas y me asalta de improviso a mi paso por los diferentes parques, Kalahari, Etosha, Chobe. El pecho lila ha vuelto a refulgir por las estepas africanas fiel a la cita convirtiendo el asombro en costumbre.

(North Luangwa, agosto de 2008 y Kalahari, Etosha, Chobe, agosto de 2011)




(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó