Jamás he estado en las Pribilof, esas islas del Mar de Bering hacia las que ponían proa en la maravillosa película El Mundo en sus Manos de Raoul Walsh. De momento me he quedado en la Alaska continental. Pero esa frase exclamada al frío viento del océano en el celuloide de 1952 siempre me ha sugerido las aventuras y emociones que, de alguna manera, intento encontrar en mis viajes.

martes, 27 de marzo de 2012

DIOSES EN EL CIELO (ROMA)


Foro romano de noche



La noche se desliza suavemente sobre las piedras, tapando con el borde de su manto la superficie pulida de las columnas. Serpentea indolente entre los fustes acanalados y los capiteles para correr embozada sobre tejados y pórticos. Los arcos triunfales abren sus puertas de par en par por donde se cuela inadvertida rozando con sus dedos negros los perfiles difusos de las figuras esculpidas. La noche reina sobre Roma y trae en su viento la espesa y profunda oscuridad de los siglos.


Los viejos dioses sepultos regresan ante la poderosa invocación que los reclama arrastrando sus sandalias por atrios, calzadas y fuentes. Desde los rincones umbrosos del Foro se alzan perfumes y melodías de antaño que van pulsando en el aire detenido del templo sones que creíamos dormidos en el tiempo desde que los bárbaros llegaron del norte y derribaron los ídolos de mármol. Desde el pozo de los años resucita el antiguo culto que enciende las luces en el cielo sólido. La noche guarda silencio. Los dioses han vuelto.

Júpiter incendia en el este su rayo fulminante mientras Venus, ardiendo poderosa, le muestra el camino de regreso. Marte estalla en fuego rojo al otro lado del cielo arrastrado por los caballos negros de su carro de guerra. Los dioses han vuelto. Las lámparas de aceite vuelven a encenderse en los templos, se queman resinas y se siembran las losas de pétalos blancos. Los dioses reinan de nuevo sobre la ciudad.

Roma y el Tíber duermen su noche milenaria ajena al baile divino en el cielo. Dentro de poco los dioses se habrán marchado dejando otra vez sólo el eco de su ausencia.

(Roma, conjunción planetaria en marzo de 2012)

Venus y Júpiter sobre el Panteón
Sobre el Tíber y San Pedro
Sobre el Castel Sant'Angelo
Sobre el Templo de Vesta en el Foro Boario
Sobre el Teatro de Marcello
Sirio sobre el Templo de Saturno
Marte sobre el arco de Septimio Severo
(c) Copyrigth del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

martes, 6 de marzo de 2012

OSOS EN LA COSTA (CAPE CROSS, NAMIBIA)



Antes de llegar a ver el mar, ya se percibe el hedor. Como un perfume pasado de fecha, un almizcle caducado que flotara en el aire marino del océano esparciéndolo por toda la Costa de los Esqueletos.

Y a continuación el clamor. La barahúnda de mugidos, ladridos, aullidos, balidos, berridos y algunos más -idos que brota de las arenas ocres de la playa y que forman la banda sonora de la escena.

Por último, al acercarme al mismo borde del océano Atlántico, es cuando veo a las fieras. Osos, leones o lobos, pues de muchas maneras se les llama (Arctocephalus pusillus pusillus), de pelaje pardo, desde el color dorado al tierra mojada, de fauces abiertas y colmillos afilados, de ojos vagos algo turbios, pero sin patas ni garras con las que darme caza y despedazarme. En cambio, se apelotonan sobre la playa solazádose en el frío viento que vuela en ráfagas desde el Antártico, palmeando con sus aletas el aire envenenado, navegando como surferos sobre las heladas olas grises, tratando de ocupar varios el espacio imposible que apenas cubre uno, multiplicándose entre pisotones y mordiscos, dormitando perezosos al sol inexistente porque ese día, sin que sirva de precedente, el invierno namibio parece invierno de verdad, hace frío y está nublado.

Como un rebaño de ovejas extraviado, los osos marinos abarrotan la breve línea de costa que les separa del desierto aprovechando el aliento antártico que la corriente de Benguela les trae desde los remotos confines australes hasta esta latitud africana. Indolentes, ignoran los focos de las cámaras y los dientes de los chacales que aparecen desde el interior a darse un festín. Un último reducto de hielo y aguas de acero que más al norte ya sólo alberga huesos oxidados de barcos y más allá aún se convierte en corazón de las tinieblas.
  
(Cape Cross, agosto de 2011)





(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó