Jamás he estado en las Pribilof, esas islas del Mar de Bering hacia las que ponían proa en la maravillosa película El Mundo en sus Manos de Raoul Walsh. De momento me he quedado en la Alaska continental. Pero esa frase exclamada al frío viento del océano en el celuloide de 1952 siempre me ha sugerido las aventuras y emociones que, de alguna manera, intento encontrar en mis viajes.

martes, 31 de agosto de 2010

ENTRE LUNAS: BALAITÚS


Llegando a la Brecha Latour

El tresmil más occidental de toda la cadena pirenaica aún se habia resistido a mis encantos a pesar de haberlo rondado y cortejado por sus entornos en variadas ocasiones. Ya fuera por despecho, desdén o timidez, aún no me había permitido ni siquiera arrimarme y bailar pegados sino que toda nuestra relación había sido a distancia y que corra el aire.

Pero todo asedio tiene sus frutos y a finales de agosto, cuando el calor ya rebaja y las piedras aún están secas, me acerqué por sus dominios a ver si esta vez caía la breva y podía subirme a sus hombros. Todo se fraguó en un plan express, quizás un poco atrevido y temerario, como suelen ser los planes que dan resultado. Ya la salida de Madrid el viernes se retrasó hasta bien entrada la tarde por lo que hasta las 00.45 del sábado no estaba metiéndome en el saco  en un rincón que encontramos junto al embalse de la Sarra bajo la luz plateada de una luna menguante aún enorme. A las 5.30 diana para ponerse a caminar bajo la lumbre de los frontales y el fulgor lunar que poco a poco no llevó a un alba esplendorosa sin nubes en el cielo que ni siquiera amenazaba. En dos horas y media nos plantamos en la horrenda presa del embalse de Respomuso donde la pirámide perfecta de Llena de Cantal y sus satélites, emulando a sus parientes egipcias, arrojaban sus sombras sobre las aguas. Los techos cobrizos del refugio, las tuberías y parapetos antialudes distorsionan las imágenes pero una familia de marmotas ajena a tanto quebranto me devuelve a la otra realidad.

Cresta del Diablo y de Costerillou

Por el barranco arriba, apretando los músculos, ascendemos con rapidez hacia la vuelta de Barrada donde la arista de Bondidier a siniestra y la afilada cresta del Diablo y de Costerillou  a diestra se chocan incomensurables en una ola de roca que levanta el Balaitús como un tsunami. Entre bloques y pedreras alcanzamos la base de la brecha Latour, el punto débil en la muralla por el que pretendemos colarnos como aqueos en urbe troyana. El tajo se desgaja sobre neveros agostados y nos empotramos en él arrastrando los cuerpos por las rocas descompuestas que se conjuran para expulsarnos de allí. Por suerte es un día de poco tránsito y no hay que sacar entrada para subir a la montaña rusa. Tras superar los dos resaltes incómodos llegamos al muro vertical que corona la brecha y por el que trepando con buenos agarres y la ayuda de clavijas y cuerdas fantasmales superamos el famoso paso. La vertiente oeste de la montaña se abre a nuestros pies en un desnivel gigantesco que va a parar a las aguas del lago helado y de los ibones de Arriel allá abajo. Tras un buen tramo de pies y alguna mano alcanzamos el vértice cimero donde Ledormeur nos mira adusto bajo sus cejas de piedra denostando el artefacto metálico que le han colocado encima. Desde allí se abre el mundo y sus vigías: Infiernos, Garmo Negro, Vignemale, Gran Facha, Taillón, Arriel, Midi y, allí mismo, el Palas con sus aristas de araña. Por el lado francés las nubes cubren los valles hasta el infinito. La frontera intangible es una costa de mar de gasas blancas.

Trepando a la salida de la brecha

Comenzamos a destrepar por  la Gran Diagonal

El descenso, para variar un poco y hacer una travesía de la montaña, lo hacemos por la Gran Diagonal, que se precipita sobre la cara oeste del Balaitús entre cascajos, lajas y roquedos buscando la ruta más logica y sencilla para abordar la montaña. Fácil pero expuesta. Con los cinco sentidos alerta sobre el abismo, tras trazar la línea recta que surca la faz como una cicatriz, llegamos a la cueva del abrigo Michaud que boquea centenario su aliento invernal. Desde ahí, contemplando cómo las nubes galas intentan invadir los valles franqueando los collados, descendemos hasta el Gorg Helado que se derrama  turquesa por el barranco hasta fundirse con las aguas mayores del ibón superior que faldea el Arriel y el Palas. A partir de ahí la ruta se torna camino y suave, pero largamente, nos acerca al final del viaje. Las horas se han consumido sin darnos cuenta y cubrir el desnivel positivo y negativo de 1700 metros nos ha llevado cerca de 16. Por el GR de regreso al coche las sombras vuelven a  caer y los frontales a iluminar el trayecto. Unas botas rebeldes convierten cada paso que doy en un martirio que no parece acabar nunca y alargan el reloj más y más. A las 22.20, cerrando el círculo, llegamos a la meta bajo la misma luna de agosto.

(Balaitús, 28 de agosto de 2010)

Travesía en la Gran Diagonal con el Arriel y el Midi al fondo

Ibones de Arriel allá abajo

Cara oeste del Balaitús por donde discurre la Gran Diagonal


(c) Copyright del texto y de mis fotos: Joaquín Moncó

jueves, 19 de agosto de 2010

CHORTEN (LADAKH, INDIA)



Los chorten habitan a sus anchas en los terrosos caminos de Ladakh. Como centinelas de adobe vigilan mi  paso a la salida y entradas de los pueblos, con su aire sereno. Los hay modernos, recién blanqueados, con la llama dorada refulgiendo al sol, pero también muchos, la mayoría, decrépitos a  punto de derrumbarse, soportando el paso del tiempo de mala manera y mimetizándose con los montones de tierra.

Originalmente contenían las reliquias o restos de algún santón local, pero actualmente muchos de ellos se elevan como monumento de oración y plegaria budista sin que oculten hueso alguno en su interior. Podemos encontrarlos por todo el arco tibetano, con diferentes formas, tamaños o nombres, pero stupas similares a fin de cuentas.

Dicen que representan los cinco elementos purificados de la naturaleza y que cada parte en su estructura refleja cada una de estas potencias: la base cuadrada representa la tierra, la cúpula representa el agua, el cono representa el fuego, el loto y la luna creciente en la parte superior representa el aire y, por último, el sol que corona el conjunto representa el ether.

(Ladakh, agosto de 2006)



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CHORTEN (LADAKH, INDIA)


Chortens live at ease in the dirt roads of Ladakh. As dried mud sentinels, they watch my way at the exit and entrances to villages in a serene air. Some are modern, newly whitewashed, with the golden flame glowing in the sun, but many, most of them, are decrepit about to collapse, enduring hardly over time, blending into the earth mounds.

Originally contained the relics or remains of a local holy man, but now many of them are raised as a  Buddhist monument for prayer without a bone hidden within. They can be found along the whole Tibetan arch in different shapes, sizes and names, but similar stupas in the end.

It's told that they symbolize the five purified elements of nature and that each part in their structure reflects each of these powers: the square base symbolizes earth, the dome symbolizes water, the cone symbolizes fire, the lotus and the waxing moon at the top symbolize air and, finally, the sun crowning the whole symbolizes ether.

(Ladakh, August 2006)






(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

LA CASA DE AFRICA (ZAMBIA)



A la vuelta de la esquina, de improviso, surgiendo inesperada de las frondas espesas aparece la casa.

Ajena, insólita, fuera de lugar, transplantada de otro mundo a las tierras altas africanas. Pienso que tal vez sucede lo contrario, que el que estoy en el sitio equivocado soy yo mismo y no la casa. Echo una mirada alrededor para cerciorarme de que estoy en Zambia, que el suelo no se ha volteado sobre mis pies y he acabado sobre la verde campiña inglesa de las películas. Husmeo el aire acre de los altos árboles cenicientos y compruebo por el olor especial que sigo en África. Los signos son inequívocos. Sobre las copas vuela un marabú. La luz dorada como no existe en ningún otro lugar tiñe de cobre la laguna. La tierra roja me asalta.

Entonces es cierto. Esta casa está aquí.

La sólida mansión alza sus paredes de ladrillo rojo sobre el césped cortado a cuchillo que tapiza los jardines. Los brazos de recia enredadera se aferran a la gran torre central hasta los arcos del piso superior. Bajo los techos de piedras grises y las chimeneas, las ventanas victorianas se abren a la naturaleza salvaje que rodea el edificio y, más allá, el gran estanque que alberga los fantasmas de los grandes cocodrilos. En lo alto de un mástil, un felino negro moteado pisa la leyenda que inflama el estandarte verde. Semper memorabor.

Shiwa Ng'andu, el lago de los cocodrilos reales, el nombre con el que se conoce la hacienda donde se asienta la casa a la orilla del lago, esconde su corazón británico en el otro corazón de esa tierra que late a un ritmo muy diferente. La mansión, Shiwa House, fue edificada en los años ´20 con materiales autóctonos siguiendo los estrictos patrones de la tradicional arquitectura inglesa y las normas sociales de su tiempo. Pero todo lo demás, lo que rodea y palpita, es africano. Como los leones, rinocerontes, cocodrilos y facoceros que montan guardia de metal en los jardines en torno a la casa y que, tal vez, a la luz lunar pasean sus patas y garras por las huellas del tiempo.



Este sueño africano lo tuvo Sir Stewart Gore-Browne, personaje ligado de modo indisoluble a la historia moderna de Zambia y que contribuyó de manera esencial a la independencia del país. Consejero de Kenneth Kaunda, el gran libertador y primer presidente, fue el único blanco enterrado con honores de estado. Los pasillos y estancias de la casa atestiguan con incontables fotografías y recuerdos las vicisitudes de la familia y de la propia nación, tal y como se encargó de mostrarme en una rápida visita una joven bisnieta del prohombre mientras danzaba descalza sobre alfombras y césped.

La sangre de los Gore-Browne se perpetúa en las venas zambianas. Kilómetros al norte de Shiwa Ng'andu, un nieto de Sir Stewart se aloja en la tierras junto a las aguas termales de Kapishya. Al sur, Mark, otro nieto, rifle en mano, levanta en verano las cañas del Buffalo Camp junto al río Luangwa. Allí pude conocer su peculiar humor inglés siguiendo a pie el rastro fugaz de leones entre hierbas amarillas.

La casa de Africa (The Africa House) es como la denominó Christina Lamb en su libro sobre la vida de Gore-Browne en Zambia.

(Zambia, agosto de 2008)




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THE AFRICA HOUSE   (ZAMBIA)

Just around the corner, suddenly, emerging unexpectedly from the thick foliage, appears the house.

Strange, unusual, out of place, transplanted from other world to the African highlands. I think that maybe the opposite is true, that who is in the wrong place it is me and not the house. A look around to make sure that I'm in Zambia, that the ground is not overturned and I have not ended up on the film green English countryside. I sniff the acrid air of tall ashen trees and confirm by the peculiar scent that I am in Africa. Signs are unmistakable. Over the crowns of the trees a marabou flies. The golden light as nowhere else stains the pond in copper. The red soil assails me.

So it's true. This house is here.
 

The solid manor rises its red brick walls on the knife-cut lawn that carpet the outfield. The arms of strong vines cling to the great central tower to the upper floor arches. Under the grey stone roofs and the chimneys, Victorian windows open to the wilderness surrounding the building and further the large pond that houses the ghosts of big crocodiles. At the top of a mast, a spotted black cat steps on the legend that inflames the green banner. Semper memorabor. 

Shiwa Ng'andu, lake of royal crocodiles, the name by which is known the estate where the house is built on the lakeshore, hides its British heart in the other heart of that land that is beating at a very different pace . The manor, Shiwa House, was built in the 1920s with local materials according to the strict standards of traditional English architecture and social norms of its time. But everything else, surrounding and beating, is African. As the lions, rhinos, crocodiles and warthogs standing metal guard in the gardens around the house and perhaps by moonlight walk their paws and claws on the time footprints.  

This was Sir Stewart Gore-Browne's African dream, a character inextricably linked to modern Zambia history and who helped in an essential way to the independence of the country. Advisor to Kenneth Kaunda, the great liberator and first president, he was the only white man buried with state honors. Corridors and rooms of the house attest with countless photographs and memorabilia the family and nation's events, as showed me in a quick visit a young nobleman's granddaughter while dancing barefoot on carpets and grass. 

Gore-Browne's blood is perpetuated in the Zambian veins. Miles north from Shiwa Ng'andu, a Sir Stewart's grandson lodges next to Kapishya hot springs. To the south, Mark, another grandson, rifle in hand, rises every summer Buffalo Camp's reeds by Luangwa river. There I knew his peculiar British humor following on foot the ephemeral lions' trail among yellow bushes. 

The Africa House was so named by Christina Lamb in her book on Gore-Browne's life in Zambia.

 (Zambia, August 2008)


(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

miércoles, 18 de agosto de 2010

TRUENOS DE AGUA (ZAMBIA)


Cataratas Lumangwe a punto de precipitarse

En Zambia, además de las archifamosas Cataratas Victoria, que se derraman por una brecha abierta en el río Zambeze entre este país y Zimbabwe, existen otros saltos de agua, no tan famosos, quizás no tan caudalosos y espectaculares, pero mucho menos transitados e igualmente impactantes. Pero hay que buscarlos.

En lugar de viajar al sur a contemplar Mosi-oa-Tunya, el humo que truena, en lengua vernácula, el camino me dirigió hacia el norte de Lusaka donde el país se retuerce bajo el empujón de un brazo de la República Democrática del Congo y se acerca a las aguas del gigantesco lago Tanganika. Allí, en el último rincón de esa tierra, el río Kalungwishi, que sestea plácidamente en su recorrido, encuentra un escalón de 30 ó 40 metros que debe salvar precipitándose desde las alturas en una cortina de lluvia espesa que inunda los bosques de sus riberas. El fragor que mana de tal nube no tiene que envidiar al de su pariente mayor al sur de Zambia como tampoco el espectáculo sublime que me ofreció el agua al despeñarse con violencia. Las cataratas Lumangwe se quedan a mitad de camino en altura de las Victoria pero a cambio me brindaron el silencio de su trueno y la inapreciable compañía de la soledad. El baño en sus aguas alborotadas justo a pie de cascada me sumergió en un encantamiento ancestral del que me costó evadirme.

Las Lumangwe desde la ribera

Baño a pie de cascada

A tan sólo 6 kilómetros río abajo, la corriente vuelve a encontrar obstáculos en su sendero y se quiebra de nuevo. Una caminata por el bosque caliente me condujo a un circo húmedo donde el arcoiris se dibujaba en cada rincón sostenido por miles de gotas. Las cataratas Kabwelume no son tan altas ni estruendosas como sus hermanas río arriba, pero dibujan un semicírculo de aguas vaporosas que me dejaron pasmado. En 180 º no hay más que torrentes lanzándose al vacío en escaleras gigantescas que seccionan la corriente en varias alturas. Unos segundos hipnotizado ante el hechizo bastaron para empaparme de pies a cabeza tan sólo con la niebla pulverizada que cuelga del aire.

El arcoiris surge ante las Kabwelume

Cataratas Kabwelume

Más al norte, al otro lado del Tanganika, donde Zambia tiende a convertirse en Kenya y flirtea con Malawi, las Kalambo Falls marcan otro hito en este viaje pasado por agua. Al menos en el verano que yo la visité, la cascada es tan sólo un pequeño río que se arroja al vacío en un estrecho surtidor, nada más lejos de la monstruosidad de otras cataratas zambianas, pero en cambio, el salto que debe salvar es colosal. 221 metros de caída libre hasta las rocas del fondo que la convierten en el segundo salto de agua más alto de toda África, sólo superado por las Tugela en Sudáfrica. Y nada menos que el doble de altas que las Victoria.

A veces el sueño de Zambia se convierte sólo en agua. 

(Zambia, agosto de 2008)

Salto de 221 metros de las Kalambo



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WATER THUNDERS  (ZAMBIA)

In Zambia, besides the very famous Victoria Falls which pour through a crack in the Zambezi river between this country and Zimbabwe, there are other waterfalls, not so famous, maybe not so voluminous and spectacular, but far less traveled and equally shocking. But you have to find them.

Instead of traveling south to see Mosi-oa-Tunya, the smoke that thunders, in the local speech, I headed north of Lusaka where the country writhes under the thrust of an arm of the Democratic Republic of Congo and comes close to the waters of the huge Lake Tanganyika. There, in the last corner of that land, Kalungwishi river, that dozes peacefully on its way, finds a 30 or 40 meters step to overcome plunging from the heights in a thick curtain of rain that floods the woods at its banks. The roar that flows from such a cloud has no reason to envy the one from its larger relative in southern Zambia nor the sublime spectacle that water showed me falling violently. Lumangwe Falls are half as high as Victoria Falls but in return gave me the silence of his thunder and invaluable company of solitude. Bathing in its agitated waters just below made me sink in a primitive spell which I hardly escaped.
 


Only 6 kilometers downstream, the flow finds again obstacles in their way and breaks again. A walk through the hot forest  led me to a humid cirque where rainbow was outlined in each corner held by thousands of drops. Kabwelume Falls are not as high or loud as its sisters upstream, but draw a semicircle of vaporous waters that amazed me. All around there is only torrents rushing into the void through gigantic stairs that section the stream at different levels. Just a few seconds hypnotized by the spell were enough to soak from head to toe in the spray mist hanging in the air.

Further north, across Lake Tanganyika, where Zambia tries to become Kenya and flirts with Malawi, Kalambo Falls put another milestone in this trip through water. At least in the summer I visited, the waterfall is only a small river that leaps into the void in a narrow jet, far from other awesome waterfalls in Zambia, but instead, the fall to overcome is colossal . Free fall 221 meters to the rocks at the bottom making it the second highest waterfall in all of Africa, surpassed only by Tugela Falls in South Africa. And no less than twice higher than Victoria Falls. 

Sometimes the dream of Zambia becomes just water.
  
(Zambia, August 2008)
 

(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

martes, 17 de agosto de 2010

ILALA (LAGO MALAWI)


El Ilala en el lago Malawi

El tiempo cambió en las aguas del Nyasa. Como el paisaje. 

Después del uniforme altiplano zambiano, reseco y soleado, donde los kilómetros de árboles bajos se extendían interminablemente a ambos lados de las rojas pistas de tierra, la entrada en Malawi vino acompañada por una variación en la vegetación y en los cielos, un giro cromático que tornaba los campos verdes y las nubes más oscuras.

El cambio de frontera no fue más que un mero trámite burocrático. Colas de camiones atestados y mercadillos de buhoneros en Nakonde para salir del lado zambiano; una solitaria caseta en Chitipa donde los funcionarios de Malawi sesteaban y jugaban al bao. Unas sonrisas, algo de docilidad en el cara a cara individual y unas pocas palabras en su lengua bastaron para tener el sello en el pasaporte y emprender camino a las costas del lago. En el trayecto, casi de manera imperceptible, es donde poco a poco comienzas a darte cuenta de que realmente estás en otro país, no simplemente haber cruzado una línea política trazada en el mapa entre las antiguas colonias de Rhodesia del Norte y Nyasaland, o los modernos estados, sino en otro lugar diferente del que acabas de abandonar. Paulatinamente las pistas comienzan a ganar altura sobre los valles y a trazar curvas para remontar las montañas que se atraviesan en el camino. Las nubes tornan a invadir las esquinas del cielo, primero como borregos extraviados, después como rebaños enteros de lana turbia. Los árboles lucen más verdes y frondosos, vestidos con nuevos ropajes hasta que finalmente aparecen los baobabs. Con su planta extraña y equivocada, origen o fruto de muchas leyendas, sus troncos orondos y las ramas queriendo ser raíces al viento, un árbol boca abajo. También llega la gente, las sonrisas frecuentes de Malawi, los saludos a pie de carretera, muli bwanji?, ndili bwino.

Los baobabs arañan el cielo de Malawi

Y llegamos al lago. El Malawi o Nyasa es el país. Nación y lago se alargan interminablemente de norte a sur entrelazados e indisolublemente unidos en una simbiosis perfecta. Al igual que su hermano del norte, el Tanganika, el lago Malawi se disfraza de oceáno y vuelca sus olas y galernas contra las costas cuando se enfada, no dejando divisar sus confines por mucho que se agudice la vista. Los barcos y peces que lo habitan lo sueñan como mar.

La costa se torna verde y brumosa

El Ilala traía un retraso considerable desde sus escalas al norte del lago. La noche se fue deslizando lentamente mientras esperábamos la aparición del barco esquivando a las hormigas hambrientas entre flojas cervezas Mosi y música local. Cuando por fin llegó, no hubo más tiempo que para ocupar la cubierta y tratar de dormir echados en colchonetas a la luz de las estrellas en plena lucha con los mosquitos. Alguna rata nos espió durante las horas sin luz. Con el alba, llegó la lluvia de improviso en oleadas violentas que brotaban desde el interior sobre las colinas verdes y que obligó a refugiarse a la carrera empapados. El clima cambió sustancialmente con la entrada en el lago. Por unos días el abrasador sol de Africa estuvo de vacaciones.

Cubierta del Ilala

El Ilala se resiste a jubilarse. Un vapor de los años '40 que arrastra su eslora por el agua dulce africana desafiando todas las normas de la navegación. Ruta fundamental y medio de transporte inevitable para los habitantes de las costas que deben desplazarse a lo largo y lo ancho del lago para seguir viviendo día a día. Tres cubiertas y toneladas de óxido. Paradas frecuentes a lo largo del trayecto semanal donde las barcas y canoas de los locales intercambian pasajeros y mercancias con el barco en un trasiego multicolor que casi se convierte en una fiesta. En la cubierta inferior se hacinan personas, sacos, gallinas, cabras y cualquier cosa que quepa entre sus bancos y que hay que sortear en equilibrios para poder llegar a la pasarela que une el pequeño mundo del Ilala con el mundo exterior en cada escala, ya sea para trapichear en Nkhata Bay o para escuchar las campanas de la imposible catedral de Likoma Island.

Dos niños taxistas en el lago

Llegan nuevos pasajeros al barco

Tres días de travesía en el Ilala sin otra cosa que perder la mirada en el horizonte de agua, observar el circo en cada parada en puerto, extraviarse en los tonos dorados del amanecer sobre las velas de los dhows o seguir la línea verde y ondulada de los montes que serpentea por todo el país. En Likoma me despedí del barco que fue mi casa africana por unos días y, tras sellar el pasaporte en la barra del destartalado bar, una barca acercó Mozambique a mis pies.

(Malawi, agosto de 2008)

Escala e intercambio de pasajeros

Amanece sobre las aguas del lago Malawi

El Ilala descansa en la parada de Likoma Island



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ILALA  (LAKE MALAWI)

The weather changed on the Nyasa waters. As the landscape.

After the uniform Zambian highlands, dry and sunny, where miles of short trees stretched endlessly on either side of the red clay tracks, the entry into Malawi was accompanied by a change in vegetation and in the sky, a chromatic shift becoming fields greener and clouds darker.

Changing of border was just a bureaucratic procedure. Overcrowded truck lines and hawkers' markets in Nakonde to leave the Zambian side; a solitary hut in Chitipa where Malawi officials dozed and played bao. Some smiles, some meekness in my face and a few words in their language were enough to get the stamp on the passport and set off for the lakeshore. Along the way, almost imperceptibly, gradually is where you begin to realize that you really are in another country, not just having crossed a political line drawn on the map between the former colonies of Northern Rhodesia and Nyasaland, or between the modern states, but being in a different place. Slowly the tracks begin to gain altitude over the valleys and to draw curves climbing the mountains that stand in the road. The clouds invade the corners of the sky, first as stray sheep, then as whole herds in muddy wool. The trees look greener and leafier, dressed in new clothes, until finally baobabs appear. With their odd and wrong shape, origin or result of lots of legends, their plump trunks and branches willing to be roots in the wind, a tree upside down. Also comes the people, Malawi frequent smiles, greetings by the road, Muli bwanji?, Ndili bwino.
 

And now the lake. Lake Malawi or Nyasa is the country. Lake and nation stretch endlessly from north to south intertwined and inextricably bound in perfect symbiosis. Like his brother in the north, Tanganyika, Lake Malawi is disguised as ocean and empty its waves and gales against the shore when it gets angry, not letting spot its limits even with a sharp view. Boats and fishes that dwell in it dream it as the sea . 

Ilala was in a significant delay since the stops north of the lake. The night was slipping slowly while waiting for the coming of the boat, dodging hungry ants amomg poor Mosi beers and local music. When it finally arrived, there was no time to take the deck and try to sleep lying on mats by starlight struggling with mosquitoes. We were spied by a rat during the lightless hours. At dawn, the rain came suddenly in violent waves that flowed from the green hills inland and forced us to shelter soaked in a rush. Weather changed substantially entering the lake. For a few days the scorching sun of Africa was on vacation. 

Ilala is reluctant to retire. A 1940s steamer that drags its length on the African freshwater defying all navigation rules. Basic route and unavoidable means of transport for shore dwellers who must travel along and across the lake to keep on living day by day. Three decks and tons of rust. Frequent stops along the weekly route where local boats and canoes exchange passengers and cargo with the ship in a colorful coming and going that almost becomes a party. The lower deck is crowded with people, bags, chickens, goats and anything that fits between the benchs and must be avoided keeping balance to get the gangaway that connects the small world of Ilala with the outside world at each stop, to fiddle in Nkhata Bay or to hear the bells of the impossible cathedral in Likoma Island. 

Three-day cruise on the Ilala just looking at the horizon of water, watching the circus at every stop in port, wandering in the golden hues of sunrise over the sails of dhows or following the green and wavy line of the mountains that winds around the country. At Likoma I said goodbye to the ship that was my African home for a few days and, after getting my passport stamped at the ramshackle bar, a boat approached Mozambique at my feet.

(Malawi, August 2008)

(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó