Jamás he estado en las Pribilof, esas islas del Mar de Bering hacia las que ponían proa en la maravillosa película El Mundo en sus Manos de Raoul Walsh. De momento me he quedado en la Alaska continental. Pero esa frase exclamada al frío viento del océano en el celuloide de 1952 siempre me ha sugerido las aventuras y emociones que, de alguna manera, intento encontrar en mis viajes.

lunes, 27 de junio de 2011

PINTURA AL ÓLEO SOBRE LIENZO AFRICANO (MOZAMBIQUE Y TANZANIA)



 El aeródromo en Moçimboa de Praia apenas era. Un breve edificio a medio construir o a medio derruir, con una torre que no alzaba gran cosa, una báscula para elefantes y nadie por los alrededores. Sólo el cielo azul de Mozambique y el sol. A resguardo de la sombra fue pasando lento el tiempo hasta que un par de empleados aparecieron con la calma que da una pista tan poco frecuentada. No había prisa. Las avionetas estaban previstas y vendrían.

Tras unos breves trámites entre risas y bromas, salimos a la pista donde debería posarse la avioneta en algún momento, aunque aún no se divisaba ningún destello en el cielo. Al poco, un rumor apagado fue tomando cuerpo, como una mosca perdida en el espacio, hasta que se transformó en un claro zumbido de gasolina, en dos alas y un motor. La avioneta aterrizó ágilmente sobre el asfalto claro y un piloto de inmaculada camisa blanca nos saludó en inglés con acento alemán. En un instante cargamos los petates en la panza del aparato y nos atamos a los asientos pegados al cristal de la ventanilla dispuestos a no perdernos el espectáculo. Con unos brincos y botes la avioneta se alzó en el aire rumbo a la frontera tanzana. Mozambique desapareció tan pronto como comenzó y antes de darnos cuenta descendíamos al otro lado de la línea, en Mtwara, para cumplir con los obligados trámites de visados y permisos en el pasaporte. Una bolsa de anacardos de la tierra hizo la espera más sabrosa.

Dar, Zanzíbar, Selous..., destinos posibles en alas de pájaro, espejismos entre las nubes de Africa, sueños tropicales.  De nuevo en el aire, el rumbo siguió hacie el norte camino de la reserva de Selous calcando la línea de la costa del Índico que se perfilaba tresmil metros por debajo de la cabina. Con un pincel colosal fue dibujando un lienzo sublime en el que la naturaleza se difuminaba en brochazos de óleo, en rastros de pintura, azul, cobalto, turquesa donde los bajíos se deshacían en la orilla; ocres, amarillos, pardos donde la tierra se volvía agua. El cuadro kilométrico se extendió hasta que la mancha verde del delta anunció la desembocadura del río Rufiji como una bandera al viento. Las aguas turbias se desperezaban lentas entre los bancales de arena portando limo y sueños profundos. Incluso me pareció discernir algunos hipopótamos solazándose en las riberas.

El lienzo volvió a hacerse Tanzania cuando la avioneta aterrizó en la pista de tierra que se abría en la sabana como una cicatriz caliente.

(Cruzando la frontera entre Mozambique y Tanzania, en agosto de 2008)







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OIL PAINTING ON AFRICAN CANVAS (MOZAMBIQUE AND TANZANIA) 

Moçimboa de Praia airport hardly was. A small half-built or half-crumbled building, with a short tower, an scale for elephants and nobody nearby. Just Mozambique blue sky and the sun. Sheltered in the shade, time was passing by slowly until a couple of employees came up with the calm that gives such an empty track. There was no hurry. The planes were planned and will come.

After a few formalities, laughing and joking, we went out to the track where the small plane should land at some point, although we could not see any gleam in the sky yet. Soon, a far buzzing began to take shape, like a fly lost in outer space, until it became a clear humming of gasoline, two wings and an engine. The plane landed nimbly on the pale track and a pilot in a spotless white shirt greeted us in English with German accent. In an flash we loaded the bags in the belly of the plane and fastened to the seats stuck to the window glass not to miss the show. With some bumps and leaps the small plane jumped into the air towards the Tanzanian border. Mozambique disappeared as soon as it started and suddenly we were descending across the line in Mtwara, to go through the formalities of required permits and visas on the passport. A bag of local cashews made the wait more palatable.

Dar, Zanzibar, Selous... possible destinations on bird wings, illusions amongst African clouds, tropical dreams. Back in the air, heading on north on the way to Selous reserve tracing the line of the Indian Ocean coast outlined three thousand meters below the cabin. With a colossal brush it painted on a sublime canvas where nature was blurring in oil brushstrokes, in traces of paint, blue, cobalt, turquoise where shallows dissolved on the shore; ocher, yellow, brown where the land became water. The huge picture extended until the Delta green stain announced the Rufiji River mouth like a flag flying. The muddy waters slowly stretched between the sand beds carrying slime and deep sleep. Even I saw some hippos basking on the banks. 

The canvas became Tanzania again when the plane landed on the dirt track that opened in the bush like a hot scar. 

(Crossing the border between Mozambique and Tanzania in August 2008)


(c) Copyright del texto y de mis fotos: Joaquín Moncó

DE LA MISMA MATERIA QUE LOS SUEÑOS (SELOUS, TANZANIA)



El sol ardía implacable sobre la sabana haciendo crujir la hierba. Las sombras se encogían tímidamente sobre los troncos de las acacias buscando apagar su alma contra la corteza donde el círculo infernal no pudiera alcanzarlas. Y tras las sombras huíamos nosotros en busca de cobijo.

La visita relámpago a Selous no daba para mucho. La reserva más grande de Tanzania, del tamaño de Suiza y ni mucho menos la más visitada, requeriría varios viajes para recorrerla, pero en esa ocasión apenas disponía de una tarde y una mañana. Las horas crepusculares pasaron a bordo de una barca por medio de aquel jardín magnífico y la noche brillante del trópico exhaló su aliento de olor dulce sobre el campamento entre trompas de elefantes inesperadas, partidas de bao y escorpiones negros agazapados. Pero esas horas dan para otro cuento que no es éste. La última mañana, antes de volver a brincar en la avioneta rumbo a Dar es Salam, emprendimos el último juego a lomos del coche para ver si alguno de los cinco grandes, o cualquier otro más pequeño, nos concedía el honor. Fue una afortunada mañana de sol donde leones y licaones nos regalaron su estampa soberbia, pero la sorpresa final estaba por llegar, la más bella, definitiva.

La senda se estrechaba entre las altas hierbas doradas y las copas de las acacias. Un cierto sopor comenzaba a poseerme bajo la sombra mínima del ala del sombrero a resguardo del martillo solar. El extraño aroma dulzón que había percibido desde mi llegada continuaba rodeándome como un perfume antiguo, almizcle de reyes. De repente, las palabras mágicas surgieron en el aire. El ranger que conducía el coche señalaba hacia el laberinto de la acacia que se alzaba sobre nuestras cabezas. "¡Leopard"! Miré hacia arriba pero sólo ví ramas y hojas. Tuve que mirar varias veces para comprender el sorprendente mimetismo. Las manchas y claros de su piel se mezclaban de manera perfecta con los nudos y rugosidades de la corteza, con las sombras y luces del árbol. Pero ahí estaba, elegante, etéreo, grácil, hecho de aire y sueño. Con despreocupación, ignorando las rafagas de disparos que atronaban en torno, el leopardo se paseó por la rama como un modelo en una pasarela, descendió en un salto fugaz al suelo y desfiló pausadamente ante nosotros con la  seguridad de saberse hermoso, inalcanzable, efímero.

El leopardo desapareció difuminando su silueta perfecta entre las sombras doradas de la sabana, buscando otra acacia donde reposar hasta la hora nocturna de caza, donde los simples mortales no pudieran molestarle con sus rifles de cristal, regresar por un instante al sueño del que procede, ser luz y noche.

(Panthera pardus)

(Parque de Selous, agosto de 2008)





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OF THE SAME STUFF AS DREAMS  (SELOUS, TANZANIA)

The sun burned relentless on the savanna crunching the grass. The shadows shrank timidly around the acacia trees trunks trying to extinguish their soul on the bark where the infernal circle could not reach them. And after the shadows we were fleeing for shelter as well.

The flying visit to Selous did not allow too much. The largest reserve in Tanzania, the size of Switzerland and by no means the most visited, would require several trips to tour, but this time I had only one evening and one morning. The twilight hours spent aboard a boat through that magnificent garden and bright tropical night exhaled its breath of sweet smell over the camp amongst unexpected elephant trunks, games of bao and crouching black scorpions. But those hours are for another story that it is not this one. The last morning, before hopping back on the plane bound for Dar es Salaam, we started our last game drive to see if any of the big five, or any smaller, granted us the honor. It was a lucky sunny morning where lions and wild dogs gave us their superb image, but the final surprise was to come, the most beautiful, absolute.
 

The path narrowed between the tall golden grass and the tops of the acacias. Some kind of slumber began to possess me in the shade of my tiny hat brim sheltered from the solar hammer. The odd sweet scent that I had smelt since my arrival went around me like an old perfume, musk of kings. Suddenly, the magic words came into the air. The ranger who was driving the car pointed toward the acacia tree maze that rose above our heads. "Leopard"! I looked up but I only saw branches and leaves. I had to look several times to understand the amazing mimicry. Spots and clearings on its skin perfectly mingled with the knots and roughness on the bark, with the shadows and lights of the tree. But there it was, elegant, ethereal, graceful, made of air and reverie. Nonchalantly, ignoring the bursts of shots that thundered around, the leopard walked on the branch as a model on a catwalk, jumped down swiftly on the ground and calmly paraded before us with the certainty of being beautiful, unattainable, ephemeral. 

The leopard disappeared blurring its perfect silhouette into the golden shadows of the savanna looking for another acacia tree to rest until night time hunting, where mere mortals could not bother it with their glass guns, to return for an instant to the dream from which it comes, be light and night

(Panthera pardus)

(Selous Park, August 2008)


(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

jueves, 16 de junio de 2011

FORMAS DE AGUA (ALASKA)



Alaska me da el primer golpe. Golpe bajo sin esperarlo. Me aplasta y derriba con el primer puñetazo directo al mentón nada más salir de Anchorage. La ciudad se disuelve tímidamente y desaparece engullida por la naturaleza que asedia tenazmente cualquier atisbo de civilización. Las placas amarillas de los coches lo proclaman con orgullo de verdad lapidaria.  The Last Frontier. La última frontera que se dibuja en el mapa antes de cruzar al infinito.

Alaska me apabulla con su paisaje inconcebible de bosques sin fin, de montañas siempre, de azul glaciar, de ríos sin cuento, de agua. Quizás sobre todo de agua. Alaska es agua. 

Agua espesa rodando por los meandros de los ríos que se deslizan cautamente, a veces con violencia, anegando los valles. Como el Mat-Su Valley, donde el Susitna y el Matanuska se alían para hacer brotar de la tierra hortalizas gigantescas dignas de galardón. 

Agua lenta de temperatura imposible que se derrama en miles de dedos gélidos desde la morrena, que se enrosca en torno a mis tobillos y pantorrillas hasta hacerme gritar de dolor mientras vadeo el desagüe del glaciar Muldrow que se precipita desde el Denali. 

Agua vieja, anciana, que circula por la autopista inmensa del glaciar Kahiltna con carriles blancos y mediana de morrena devastando a su paso todo lo que encuentra aunque sea a paso de hormiga, a vista de pájaro desde una avioneta que me zumba en los oídos.

Agua cúbica y cuadrada, resquebrajada en dados ciclópeos que tejen un tablero de casillas inverosímiles en el glaciar Exit. Lengua de hielo sideral  que se vierte al océano entre las brumas de la península Kenai donde alza un muro de truenos cada vez que se derrumba.

Agua hecha polvo, niebla, bruma constante que se agarra a las copas de los árboles, a las cumbres y raíces de la montañas, como banderas al viento, sin terminar nunca de soltarse.

Agua salada, de color acero, quebrantando el camino del ferry entre témpanos de hielo y leones marinos en Prince Williams Sound.  Agua de océano rebelde, impetuoso, cortado por las aletas de las orcas.

Agua de lluvia. Lluvia en el parabrisas de la furgoneta, lluvia en mi sobre de comida liofilizada en la morrena glaciar en la noche del parque Wrangell-Saint Elias, lluvia en la piragua entre castores y salmones del Slana, lluvia en el embarcadero de Valdez, lluvia, sólo lluvia.

Alaska también es agua.

(Alaska, agosto de 2009) 









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FORMS OF WATER  (ALASKA)

Alaska gives me the first blow. Unexpected low blow. It crushes me and knocks me down with the first punch to the chin just outside Anchorage. The city shyly dissolves away and disappears swallowed by nature stubbornly besieging any trace of civilization. Cars yellow plates proudly proclaim it: The Last Frontier. The final frontier drawn on the map before crossing into infinity.

Alaska overwhelms me with its
inconceivable landscape of endless forests, ever mountain, blue glacier, countless rivers, water. Perhaps especially water. Alaska is water.  

Thick water running down the meanders of rivers that glide cautiously, sometimes violently, flooding the valleys. As Mat-Su Valley, where Matanuska and Susitna rivers join forces to bring forth from the ground giant vegetables. 

Slow water at  impossible temperature pouring into thousands of icy fingers from the moraine, wraping around my ankles and calves making me scream in pain as I wade Muldrow Glacier draining from Mount Denali. 

Old water, ancient water, flowing through the huge highway of Kahiltna Glacier with white lanes and moraine median strip and devastating everything in its way even at ant pace, bird's eye view from a small plane buzzing in my ears.

Cubic and square water, broken into cyclopean cubes weaving implausible squares on a board in Exit Glacier. Sidereal ice tongue poured out into the ocean among Kenai Peninsula mists where it rises a wall of thunders every time that it collapses.

Water made ​​dust, fog, constant haze clinging to the tops of the trees, to the summits and roots of the mountains, like flags in the wind, never getting loose.

Salt water, steel-colored, breaking the path of the ferry among icebergs and sea lions at Prince Williams Sound. Rebellious ocean water, impulsive, cut by killer whales.

Rainwater. Rain on the van windshield, rain over my freeze-dried food on the moraine in the night of Wrangell-Saint Elias Park, rain on the canoe between beavers and Slana river salmons, rain on Valdez pier, rain, only rain.

Alaska also is water.

(Alaska, August 2009)



(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

martes, 7 de junio de 2011

EL FIN DEL MUNDO (SANTO ANTAO, CABO VERDE)



En el último rincón de la última isla llegamos a Ponta do Sol. Como un molusco aferrado a la roca, se despereza sobre los acantilados y los bajíos ganando terreno a las olas añiles. Delante, el océano atlántico inmenso y desbocado; a la espalda, la espesa tierra quebrada que abre abismos y lanzas en el interior.

Un avión desde Lisboa, otro desde Sal a Sao Vicente; un ferry perdido y otro hallado uniendo Mindelo con la última isla, Santo Antao, verde y ocre a partes iguales; una furgoneta por carreteras inverosímiles cruzando el corazón de hierro hasta casi tocar las nubes para lanzarse después cuesta abajo hasta clavar los frenos al borde del agua al otro lado del mundo.

Las calles de Ponta do Sol rezuman sal caribeña, música oculta en los pliegues de las faldas y las sandalias. La noche porta voces de gaviotas, cantos de sirenas que se duermen sobre los vasos de ponche. Con un plato de tiburón y una cerveza celebramos el último desembarco de las chalupas cargadas de plata y aletas. A la luz del día, los senderos se encaraman por las paredes vertiginosas surcando el aire que se vuelve casi sólido. Las acequias trazan caminos imposibles por las montañas que se van transformando en terrazas de papel doblado. Las casas cuelgan en el vacío como nidos de alcatraz desafiando la lógica mientras, mucho más abajo, casi en otro lugar, las olas se estrellan con fragor de cristales rotos.

Otra noche de olor a océano y sueño tibio. Al alba Santo Antao espera.

(Santo Antao, marzo de 2008)







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WORLD'S END   (SANTO ANTAO, CABO VERDE)

In the last corner of the last island we arrived at Ponta do Sol. As a shellfish grasped to the rock, it stretches on the cliffs and shoals gaining ground on indigo waves. Front, the vast and unbridled Atlantic Ocean; back, the thick broken earth that opens pits and spears inside.

A plane from Lisbon, another one from Sal to Sao Vicente, a lost and found ferry connecting Mindelo to the last island, Santo Antao, green and ocher equally. A van through unlikely roads crossing the iron heart to almost touch the clouds  and to  throw later downhill to slam on the brakes at the water's edge just the other side of the world.

The streets of Ponta do Sol exude Caribbean salt, music hidden in the folds of the skirts and sandals. The night carries seagull voices, songs of mermaids who fall sleep on the punch glasses. With a plate of shark and a beer we celebrate the last landing of boats laden with silver and fins. In daylight, the trails climb the steep walls soaring through the air that becomes almost solid. Irrigation ditches trace impossible paths through the mountains that are transformed into folded paper terraces. The houses hang illogically in the air like gannet nests while far below, almost in another place, the waves crash with the roar of broken glass.

Another night of smell of ocean and warm sleep. At dawn Santo Antao expects.

(Santo Antao, March 2008)



(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

OLA HELADA




Cabalgando en la ola helada
en un instante detenido del tiempo
como en un cuadro japonés
donde cada cristal es un laberinto infinito
de espacio y de electrones
en la punta de mis pies y de mis dedos
fotones petrificados
que convierten en polvo el horizonte
en duda sólida azul
en agua lenta donde me disuelvo




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FROZEN WAVE

Riding the frozen wave 
in an stopped moment of time 
like in a Japanese painting 
where each crystal is an infinite maze 
of space and electrons 
at the tip of my toes and my fingers 
petrified photons 
turning the horizon into dust 
into solid blue doubt 
into slow water where I dissolve


(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

viernes, 3 de junio de 2011

EN LA TELARAÑA: CORREDOR JORDI SOLÉ AL PICO RUSSELL



fino hilo azul que se quiebra
el invierno se deshace en primavera
la sombra se convierte en luz
la noche sideral en vigilia
tres por uno en la fisura
de uno en uno por la grieta
a caballo de la piedra y el hielo
estrecho camino al sol
clavos en el agua dura
piedras frías en la tripa
la cuerda que rasga el alba
los pies que arañan la tierra
roca seca descompuesta
lluvia negra de montaña
con los pies y con las manos
por la vieja telaraña
remontando el espinazo
asaltando la muralla
entre bombas y explosiones
hasta el final de la línea
que se quiebra en un instante
al borde invisible de la niebla
donde termina la materia
y el vacío se avalanza en oleadas
huellas blancas sin respuesta
buscando el regreso a casa
por paredes de sal y  azúcar
que se rompen en estrellas
entre nubes y saliva
el aire se torna suelo
donde comienza la vuelta

(Pico Russell, Pirineos, 28 de mayo de 2011)





(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

jueves, 2 de junio de 2011

SIRIO EN MIS SUEÑOS (KOMODO Y RINCA, INDONESIA)



La noche errática del trópico rodaba sobre los mástiles del barco. El Felicia se mecía suavemente anclado en las aguas coralinas de la bahía el borde de la arena rosa. Tumbado en la cubierta de madera del velero, dejaba que la respiración del mar fuera abrazándome pausadamente mientras la tiniebla brillante iba rodeando las amuras y los cabos. El barco dormía y la noche se desperezaba sobre las copas de los árboles en las islas, agitando un viento de hojas, un rumor de olas, que flotaba sobre la costa soñolienta.

El cielo se fue tiñendo a medida que el último fulgor naranja sobre el horizonte se quebró en una línea invisible y, silenciosamente, las estrellas indonesias comenzaron a invadir el techo oscuro sobre las velas recogidas. Hacía un buen rato que los últimos zorros voladores habían cruzado sobre el barco siguiendo a la bandada incontable que embadurnó la tarde de gritos y alas en su viaje cíclico de isla en isla a por su ración diaria de fruta. La luna plateada pugnaba por dominar el campo sin nubes barriendo con su haz dilatado cualquier mínima candela, pero la noche avanzaba y un sopor ancestral me venció en un sueño difuso de dragones, tiburones y flores hermosas.

Un sabor dulce en los labios me despertó arrastrándome sobre la cubierta. Otra gota en la frente. Una nube solitaria  más oscura que la noche navegaba sobre el Felicia en su tránsito ajeno y descargó parte de su peso inverosímil sobre la bahía. Apenas una alarma, un chaparrón interrumpido que me volvió a sumir en un sueño inocente. La segunda vez no me despertó la lluvia. La luna ya se había ocultado tras el arco oscuro del mar pero una luz imponente se mantenía encendida enfrente de mí, colgada en el cielo, como si alguien se hubiera olvidado de apagar la última bombilla. Las demás estrellas palidecían en su entorno, por sí sola podía iluminar toda la noche y alumbrar el barco con una luz de mercurio, mitad luz y mitad sombra.

El ojo del perro, Sirio, en el Can Mayor, me atisbaba desde su distancia imposible siguiendo las huellas de Orión en su eterna caza. Sirio de los egipcios y de los dogones, la estrella más brillante de todo el firmamento. Nos observamos mutuamente mientras todos los demás dormían alrededor ajenos a tan emocionante encuentro. La comunión duró un instante, hasta que volví a quedarme dormido.

A la tercera vez que me desperté, la luz ya reinaba sobre el océano y un amanecer de sol dorado se derramaba sobre el agua hasta el barco. Los primeros zorros voladores regresaban tras su festín nocturno comenzando a cubrir el aire. Sirio era apenas ya un sueño.

(Komodo y Rinca, agosto de 2007)





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SIRIUS IN MY DREAMS  (KOMODO AND RINCA, INDONESIA)  

The erratic tropical night rolled over the ship's masts. Felicia rocked gently anchored in the bay's coral waters at the edge of the pink sand. Lying on the wooden deck of the sailing boat, I let the breath of the sea were slowly embracing me as the bright darkness surrounded bows and ropes. The ship was sleeping and the night stretched over the tops of the trees on the islands, waving a wind of leaves, a murmur of waves, floating on the sleepy shore.

The sky was staining as the last orange glow on the horizon was broken in an invisible line and, silently, the Indonesian stars began to invade the dark ceiling over the furled sails. It was a long time the last flying foxes had crossed over the ship following the countless flock who daubed the evening with cries and wings on his cyclical journey from island to island for their daily share of fruit. The silvery moon struggled to dominate the unclouded field sweeping with its extensive beam any candle, but the night waned and an ancestral slumber overcame me in a fuzzy dream of dragons, sharks and beautiful flowers.
 


A sweet taste in the mouth woke me up dragging me on the deck. Another drop on the forehead. A solitary cloud darker than night was sailing in its alien transit over Felicia and unloaded part of its unlikely weight on the bay. Just a warning, an interrupted shower that plunged me again in an innocent dream. The second time I was not woken up by the rain. The moon was already hidden behind the dark arch of the sea but an impressive light remained lit in front of me, hung in the sky, as if someone had forgotten to turn off the last light bulb. Other stars paled around, by itself it could illuminate the night and light up the boat with a mercury light, half light, half shade.

The dog's eye, Sirius, in Canis Major, peeped at me from its impossible distance following Orion's footsteps in his everlasting hunt. Egyptians and Dogon's Sirius, the brightest star in the entire sky. We looked at each other while everyone else slept around unaware of such an exciting meeting. The connection lasted a moment, until I fell asleep again.

The third time I woke up, the light reigned over the ocean and a golden sun dawn spilled on the water to the ship. The first flying foxes returned after their night feast beginning to fill the air. Sirius was just as a dream.

(Komodo and Rinca, August 2007)



(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

NIÑOS (ETIOPÍA)



Por mucho que se viaje a África nunca se la puede llegar a conocer del todo, siempre acaba sorprendiendo. África lo es todo y no es nada, es lo que nos gustaría ser y el temor más oscuro en el corazón, la cuna y la tumba. Como dijo el maestro Kapuscinski, "África existe para sí misma y dentro de sí misma, como un continente aparte, eterno y cerrado (...) como una parte del mundo cargada con una especie de electricidad inquieta y violenta" y que "en realidad, salvo por el nombre geográfico, África no existe".

Y todo aquello que se diga de África, puede predicarse de Etiopía. Enorme, inconmensurable, infinita. Desierto, selva, montaña, patria de ríos y madre del Nilo Azul, donde la tierra se quiebra en abismos terribles y cumbres de nieve ajena, donde el suelo se hunde en pozos de azufre y el infierno conquista, babel de lenguas, razas, religiones.

Etiopía es también tierra de hombres y mujeres. De la piel de ébano lustrosa en las riberas del Omo, de la cruz cismática y del arca de la alianza, del amhárico y del ge'ez, de las caravanas de camellos cargadas de sal de los Afar, del canto solitario de los minaretes de Harar, del Mercato inabarcable de Addis.

Pero sobre todo Etiopía es tierra de niños. Por todas partes, desarrapados, descalzos, sucios, quebrados a veces, temerosos. En cualquier plaza, en cualquier poblado, surgiendo de los bordes del camino desde no se sabe dónde, siempre aparecen los niños y las niñas en África, en Etiopía, pues los niños son los habitantes que pueblan esa tierra como granos de polen llevados por el viento. Y los niños africanos, a pesar de todo, son sonrisas, sueños, esperanza, son el rayo de luz, la lluvia, la luna llena.

(Etiopía, abril de 2011)










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CHILDREN  (ETHIOPIA)

However much you travel to Africa, you never know it at all, it always surprises you. Africa is everything and is nothing, it is what I'd like to be and the darker fear in my heart, the cradle and the grave. As the master Kapuscinski said, "Africa exists for itself and within itself, as a separate, eternal and closed continent (...) as a part of the world charged with a kind of restless and violent electricity" and that "indeed, except for the geographical name, Africa does not exist. "

And everything that is said about Africa can be predicated of Ethiopia. Vast, immeasurable, infinite. Desert, jungle, mountain, rivers homeland and Blue Nile's mother, where the land is broken into awful chasms and peaks of odd snow, where the ground is sinking into brimstone pits and hell conquests, babel of languages, races, religions .

Ethiopia is also land of men and women. Of the shiny ebony skin on the river Omo banks, of the schismatic cross and the Ark of the Covenant, of amharic and Ge'ez, of the Afar's camel caravans laden with salt, of the solitary chant from Harar minarets, of the unfathomable Mercato in Addis.

But above all, Ethiopia is a land of children. Everywhere, ragged, barefoot, dirty, broken at times, fearful. In any square, any village, emerging on the edges of the road from nowhere, always appear boys and girls in Africa, in Ethiopia, as children are the people who inhabit this land as pollen grains carried by the wind. And African children, after all, are smiles, dreams, hope, they are the ray of light, the rain, the full moon.

(Ethiopia, April 2011)


(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó