Jamás he estado en las Pribilof, esas islas del Mar de Bering hacia las que ponían proa en la maravillosa película El Mundo en sus Manos de Raoul Walsh. De momento me he quedado en la Alaska continental. Pero esa frase exclamada al frío viento del océano en el celuloide de 1952 siempre me ha sugerido las aventuras y emociones que, de alguna manera, intento encontrar en mis viajes.

viernes, 29 de julio de 2011

LOS TRES GRANDES (MONTAÑAS SIMIEN, ETIOPÍA)

No son los Cinco Grandes, The Big Five, del game drive. Ni siquiera son cinco y mucho menos conocidos. Se ocultan en las agrestes tierras altas de Etiopía al norte del lago Tana, bajo la égida de Gondar, donde las verticales paredes y profundo abismos de las Montañas Simien alzan una fortaleza de roca y hierba, de nubes y nieblas, a veces incluso de nieve. No son los Cinco Grandes pero su encuentro también fue emocionante.

El papión gelada (Theropitecus gelada), leonado, con el corazón abierto, salió a mi encuentro el primero camino de Sankaber bostezando sus colmillos de sueño africano.


El íbice Walia o Walia ibex (Capra Waliae) agitó su mal humor por primera vez sobre una roca subiendo al pico Bwahit, mesándose su luenga barba,  blandiendo al cielo las dos cimitarras de acero afilado.


El lobo etíope o abisinio (Canis simensis), como una sombra dorada, cruzó su sendero con el mío hacia la cumbre del Inatie, un relámpago canela apenas perceptible entre las hierbas amarillas, otro sueño hecho realidad. Lobo extraño, casi zorro, casi coyote, casi inexistente, tan difícil de ver como un leopardo, esconde su piel rojiza en los altos de las montañas Simien y Bale ajeno al destino que le persigue sin tregua. 


Los tres me concedieron la gracia de contemplarlos. Los tres grandes de las Simien.

(Montañas Simien, abril de 2011)


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THE  BIG THREE  (SIMIEN MOUNTAINS, ETHIOPIA)

They are not the Big Five of game drive. They are not even five, let alone so renowned. They hide in the rugged Ethiopian highlands north of Lake Tana, under the aegis of Gondar, where the vertical walls and deep chasms of Simien Mountains rise up a fortress of rock and grass, clouds and mists, sometimes even snow . They are not the Big Five but their encounter was also so exciting.

The gelada baboon (Theropitecus gelada), like a lion, with an open heart, met me the first on my way to Sankaber yawning its fangs of African dream.
The Walia ibex (Capra Waliae) waved its bad temper for the first time on a rock while climbing to Bwahit peak, stroking its long beard, wielding to the sky the two sharp steel scimitars.

The Ethiopian or Abyssinian wolf (Canis simensis), as a golden shadow, crossed its path with mine to the summit of Inatie, a cinnamon lightning almost invisible in the yellow grass, another dream come true. Strange wolf, almost fox, coyote almost, almost nonexistent, so difficult to be seen as a leopard, it hides its reddish fur on the top of  Simien and Bale mountains unaware to the fate that pursues it relentlessly.

All three granted me the grace to behold them. The Big Three of the Simien.

(Simien Mountains, April 2011)




(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

jueves, 21 de julio de 2011

ENAMORAMIENTO (CHOLATSE, HIMALAYA, NEPAL)



Aunque las cabezas coronadas de oro de los ochomiles refulgen entre las nubes lanzando los rayos de su poder, hay en el Himalaya nepalí montañas que no alcanzan su estatura pero que enamoran a primera vista. La lista sería interminable para unos ojos ávidos de perfiles de roca, nieve y hielo como los míos, donde quiera que mire encuentro una joya. Pero remontando el valle de Gokyo hacia su cabecera donde el glaciar Ngozumpa, el más grande de Nepal, se derrama impetuoso en catedrales de cristal hasta convertirse en lagos turquesa y  donde la descomunal cara sur del Cho Oyu se alza infinita, encontré una montaña que me cautivó.

Cara norte del Cholatse desde el valle de Cho La

El monzón retrasado no daba tregua y los cielos eran nubes grises, brumas blancas y aguaceros imprevistos. Difícil conseguir una foto de alguna cumbre sin velos. Los gigantes se escondían detrás de las sábanas sucias y no había manera de ver su rostro por completo. Hasta que, subiendo al mirador sublime de Gokyo Ri, amaneció un día despejado que arrancó todas las sombras. Valle arriba, el Cho Oyu y sus satélites brillaban níveos al sol construyendo una barrera infranqueable hacia el Tibet. Al otro lado, a vuelo de pájaro sobre el collado del Cho La, que atravesaríamos después, y el vecino valle del Khumbu, la trilogía Everest-Lhotse-Nuptse reinaba imperturbable. En un rincón secreto asomaba la cumbre piramidal del Gran Negro, el Makalu, mientras que, valle abajo, se levantaban  las murallas fascinantes de varios seismiles, sueño de cualquier alpinista: Kusum Kangguru, Thamserku y Kangtega al fondo, y más cerca, las formas arrebatadoras del Tawoche y el Cholatse.

Y de todos éstos, el Cholatse fue el que me conquistó, con su arista de nieve imposible encaramándose hasta la cumbre, las cornisas vertiginosas y los seracs colgando sobre el abismo, las líneas puras que por todos sus flancos acaban confluyendo en el mismo punto. Un diamante perfecto de millones de kilates.

Cuando recorrí de bajada el valle del Cho La desde Dzonghla, la cara norte del Cholatse también quiso mantener su secreto entre nieblas y espirales de vapor pero finalmente pude enfrentarme a ella sin tapujos descubriendo una demoledora pared de roca y hielo. Como su otro perfil dislocado y casi irreconocible que me mostró desde el valle del Imja Khola.

Los 6440 metros del Cholatse también reciben el nombre de Jobo Lhaptshan y, en algunos mapas, incluso es llamado Arakam Tse, aunque aplicando equivocadamente el topónimo de Cholatse a una de las dos cumbres del Tawoche.

(Valles de Gokyo, Khumbu y Imja Khola, octubre de 2010)

Cholatse y Tawoche desde el valle de Gokyo
Tawoche y  Cholatse vistos desde el valle del Imja Khola
Cholatse desde Gokyo Ri





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FALLING IN LOVE (CHOLATSE, HYMALAYAS, NEPAL)

Although the golden crowned heads of the eight thousand peaks gold glow through the clouds casting their rays of  power, there are mountains in Nepalese Himalayas that do not reach their height but inspire love at first sight. The list is endless for eyes eager to profiles of rock, snow and ice like mine, wherever I look I find a jewel. But going up the Gokyo valley to its headwaters where Ngozumpa glacier, the largest in Nepal, flows impetuous in mighty cathedrals of glass to become turquoise lakes and where the massive south face of Cho Oyu rises infinite, I found a mountain that enthralled me.

The delayed monsoon gave no respite and the skies were grey clouds, white mists and unexpected downpours. Hard to get a photo of a summit without veils. Giants were hiding behind dirty linen and there was no way to see their face completely. Until, ascending to Gokyo Ri sublime viewpoint, it dawned a clear day that tore all the shadows away. Up the valley, Cho Oyu and its satellites shone snowy in the sun building an insurmountable barrier to Tibet. On the other side, as the crow flies over Cho La pass, which we would cross later, and the nearby Khumbu valley, Everest-Lhotse-Nuptse trilogy reigned undisturbed. In a secret corner loomed the pyramidal summit of the Grand Black, Makalu, while down the valley, rose the amazing walls of several six thousand peaks, a dream for any alpinist: Kusum Kangguru, Kangtega and Thamserku at the background and, closer, the captivating  forms of Tawoche and Cholatse.

And of all these, Cholatse captured me with its impossible snow ridge clambering to the summit, the vertiginous cornices and seracs hanging over the abyss, the clean lines on all sides that eventually converge at the same point. A perfect million carat diamond.

When walking down the Cho La valley from Dzonghla, the north face of Cholatse also wanted to keep its secret among mists and vapour swirls, but I finally was able to confront it openly discovering a devastating wall of rock and ice. Like its other dislocated and almost unrecognizable profile that it showed me from the Imja Khola valley.

Cholatse's 6440 meters are also called Jobo Lhaptshan and, on some maps, is even named Arakam Tse, although mistakenly applying Cholatse name to one of the two summits of Tawoche.


(Gokyo, Khumbu and Imja Khola valleys, October 2010)


(c) Copyright de las fotos y del texto: Joaquín Moncó

miércoles, 13 de julio de 2011

FÚTBOL EN LA PLAYA (PANGANE, MOZAMBIQUE)



Teníamos partido.

En el lugar menos pensado, junto a las aguas transparentes y suaves del Océano Índico, sobre la caliente arena dorada de sus playas, teníamos partido. Y no era para tomárselo a broma.

Habíamos conseguido llegar hasta Pangane desde Pemba bordeando por tierra la brillante costa de alas y velas, a pesar de quedar alguna vez embarrancados en el inexistente camino entre palmeras y brazos de mar, dejando atrás las langostas y la marrabenta de la Ilha, donde la línea de Mozambique se endereza hacia el norte rumbo a Tanzania.  Al final de la delgada lengua de tierra, un lugar en ninguna parte, a la espalda de Ibo y las Quirimbas, encontramos un rincón solitario bajo los cocoteros, que dejaban caer sin avisar sus verdes bombas con un sonido sordo, al borde mismo del agua africana donde las barcas sesteaban sobre la arena junto a los pescados puestos a secar y las voces de las aves. Un hermoso lugar para perderse bajo el cielo agujereado por millones de estrellas y una luna serena cada noche.

Junto a la playa, entre los troncos curvados de las palmeras estaba el pueblo, un breve entramado de chozas y callejas que siempre daban al mar. Y en el pueblo, la gente, tranquila, amable, sonriente, remendando las redes, preparando la comida, deslizándose por la vida. Y junto al pueblo, los blancos recién llegados acampados en la playa. Entre risas y saludos portugueses nos atrevimos a proponerles un partido de fútbol. Una manera de pasar la tarde. Jamás nos imaginamos que tan simple propuesta se iba a convertir en tan magno acontecimiento. No iba a ser sólo un  juego.

Dando una vuelta por el poblado horas después, pegado a un cocotero, nos topamos con un papel en el que se convocaba a los habitantes a asistir al encuentro de fútbol entre el equipo local y los blancos visitantes. Una convocatoria en toda regla. Como trofeo, un balón que habíamos comprado para la ocasión y que aparecía representado en el cartel. Un hacha dibujada al lado nos dió qué pensar. ¿Por si ganábamos el partido?


El campo de fútbol era casi una prolongación de la playa. Díficil correr entre tanta arena. Las sombras de las palmeras no llegaban al claro por lo que el calor tampoco ayudaba. El equipo local ya entrenaba dando vueltas al terreno cuando llegamos, equipados de coloridas camisetas, con pinta de equipo profesional. Nosotros, apenas uniformados con las camisetas que ellos mismos nos prestaron, conseguimos reunir un número de gente suficiente para poder jugar gracias a unos americanos y otros españoles que encontramos por allí. La multitud ya se apretujaba alrededor del campo con sus rostros asombrados y felices esperando ver el espectáculo.

El resultado del partido fue lo de menos. A duras penas conseguimos pasar de medio campo y no hundirnos en los bancos de arena o ahogarnos bajo el espeso calor. Creo recordar que nos metieron 3 ó 4 goles. Al final, posiblemente por caridad, conseguimos zafarnos de su defensa y batir a su portero. El gol del honor. Y ahí se desató la locura. Como si todo el mundo hubiera estado esperando ese momento, el gol de los blancos, todos los presentes estallaron en gritos, vítores, aplausos, cánticos, piruetas, invadiendo el terreno de juego y festejando la proeza con abrazos y saludos en una apabullante muestra de jovialidad. Ni recuerdo la de manos que estreché y caras que saludé, todas sonrientes, de ojos brillantes. Y cuando les entregamos el balón como trofeo, todos reventamos de alegría.

Aquella tarde nos vapulearon en Pangane, pero fue una de las mejores derrotas de mi vida.

(Pangane, agosto de 2008)




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FOOTBALL ON THE BEACH   (PANGANE, MOZAMBIQUE)

We had a football game  

In an unlikely place alongside the clear and mild waters of the Indian Ocean, on the warm golden sand of its beaches, we had a game. And it was not to take it lightly.

We managed to reach Pangane from Pemba by road along the bright coast of wings and sails, despite being stranded once in the missing way between palm trees and shallow waters, leaving behind the lobsters and marrabenta of Ilha, where Mozambique's line straighten northbound to Tanzania. At the end of the thin land strip, a place anywhere, at the back of Ibo and the Quirimbas, we found a solitary corner under the coconut trees that dropped their green bombs with a thud without warning, at the African water's edge where boats dozed on the sand next to the fish left to dry and the voices of birds. A beautiful place to get lost under the sky pierced by millions of stars and a serene moon every night. 

Next to the beach, among the bent trunks of palm trees was the village, a short network of huts and lanes looking always to the sea. And in the village, the people, quiet, friendly, smiling, repairing their nets, cooking the meal, gliding through the life. And next to the village, the white newcomers camped on the beach. Between laughter and Portuguese greetings we dared to propose a football match. One way to spend the afternoon. We never imagined that such a simple proposal would make such a great event. It would not be just a game.

Walking around the town hours later, clinging to a coconut tree, we saw a paper on which the inhabitants were summoned to attend the football match between the local team and the white visitors. A real call. As a trophy, a ball that we bought for the occasion and that was drawn on the notice. An ax drawn next made us wonder. What if we won the game?

The football field was almost an extension of the beach. Hard to run through so much sand. The shadows of the palm trees did not cover the clearing so the heat did not help. The home team was warming up around the field when we arrived, dressed in colorful shirts, looking like a professional team. Barely uniformed with shirts that we were given, we managed to gather a number of people enough to play thanks to two Americans and other Spaniards that we found. The crowd already huddled around the pitch with amazed and happy faces waiting to see the show.

The score was not important. We hardly managed to cross the midfield and not to sink into the sand banks or choke under the thick heat. I remember that we got 3 or 4 goals. In the end, possibly for charity, we managed to break out of their defense and beat their goalkeeper. Our only goal. And madness unleashed. As if everyone had been waiting for that moment, the goal of the whites, all people burst into shouts, cheers, applauses, chants, twirls, invading the pitch and celebrating the feat with hugs and greetings in a overwhelming array of cheerfulness. I do not remember how many hands I shook and how many faces I greeted, all smiling, bright-eyed. And when they were given the ball as a trophy, all of us burst in joy.

That afternoon we were trounced in Pangane, but it was one of the best defeats of my life. 

(Pangane, August 2008)


(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

martes, 5 de julio de 2011

FANTASMA (KENNICOTT, ALASKA)



Las nubes plomizas seguían cubriendo el cielo sin dar tregua. De nuevo amenazaba lluvia. El sonido de las gotas sobre el barro y las pisadas en los charcos componían la banda sonora de esos días. Tal vez al día siguiente amaneciera despejado para poder atravesar el glaciar.

Antes de llegar a McCarthy es preciso abandonar los vehículos para poder cruzar un puente. La furgoneta tuvo que quedarse atrás y unos carritos ayudaron a pasar las mochilas al otro lado sobre las aguas aceradas. Allí se levanta el pueblo como un auténtico puesto de frontera, como sacado de una película del oeste, al borde del inmenso y blanco parque nacional Wrangell-Saint Elias que se extiende por hielos y montañas hasta el límite con Canadá donde cambia de nombre pero no de identidad. Desde McCarthy, otra furgoneta nos acercó hasta el final de la carretera, al último pueblo, casi imposible, un pueblo fantasma.


Kennicott existe en el mapa casi de milagro. Gracias a que un lujoso lodge se ha instalado en sus calles olvidadas, a que el infinito mar de hielos comienza en la puerta de atras. Porque Kennicott apenas es. Sus casas de paredes rojas se desmenuzan con la lluvia y el granizo, las chimeneas oxidadas combaten el viento gélido que viaja embozado, las puertas y ventanas ya no esconden nada tras los cristales rotos. Kennicott cumple a la perfección el mito clásico del pueblo minero abandonado, el de la fiebre del oro de London o Chaplin, el que una vez fue luces, risas y disparos, música en los balcones y oro en los bolsillos, pero que con el fin de los sueños quedó vacío y sin alma como un vago recuerdo de luna nueva. Sueños de hoy, pesadillas de mañana. Los edificios de madera se elevan sobre las colinas que dan al río perdiéndose entre los árboles y vegetación que crecen sin freno. Los osos negros se atreven a pasear por sus sombras en busca de comida o de turistas desprevenidos. Algunas casas, sin embargo, lucen pintura fresca y cristales nuevos, algo se va restaurando mientras la compañía de guías de montaña anuncia travesías y escaladas en el hielo anciano del glaciar.

El tiempo no mejoraba y, como era inevitable, la lluvia espesa comenzó a caer sobre Kennicott tamizando la luz de la tarde. El cuerpo pedía quedarse a pasar la noche en las calles abandonadas del pueblo, plantando la tienda en cualquier rincón o buscando un techo sin agujeros, porque las habitaciones alfombradas del lodge quedaba fuera de lugar. Pero el plan era acampar en la morrena del glaciar Root para cruzarlo al día siguiente hasta el otro lado de la lengua de vidrio, aunque hubiera que cenar con el chubasquero puesto, por lo que, aplastados por el peso de las mochilas y los sombríos nubarrones, asaltados por la lluvia constante, seguimos el sendero valle arriba dejando que el esqueleto de casas rojas de Kennicott continuara durmiendo y soñando con oro.

(Kennicott, agosto de 2009)





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GHOST  (KENNICOTT, ALASKA)

The grey clouds were still covering the sky without respite. Expecting rain again. The beat of raindrops on the mud and footprints in the puddles composed the soundtrack to those days. Maybe next day it dawned sunny to cross the glacier.

Before coming to McCarthy the cars must be left aside to cross a bridge. The van had to stay behind and some trolleys helped to pass the backpacks across on the steely waters. There stands the village as a real frontier post, like something out of a western movie, at the edge of the vast and white Wrangell-Saint Elias national park that spans on ice and mountains to the Canadian border where it changes name but not identity. From McCarthy, another van took us to the end of the road, to the last village, almost impossible, a ghost town.
 


Kennicott is on the map by a miracle. Because a luxurious lodge has installed on their forgotten streets, because the endless ice sea begins at the back door. Because Kennicott hardly is. Its red walls houses crumble  in the rain and hail, rusty chimneys fight the cold wind that travels cloaked, doors and windows do not hide anything behind the broken glasses. Kennicott perfectly fits the classical myth of the abandoned mining town, London´s or Chaplin´s gold-rush, that once was light, laughter and gunfire, music on the balconies and gold in the pockets, but with the end of dreams became empty and soulless like a vague memory of new moon. Today's dreams, tomorrow's nightmares. Wooden buildings rise on the hills over the river disappearing among the trees and vegetation that grows wildly. Black bears dare to stroll through its shadows in search of food or unaware tourists. Some houses, however, look fresh paint and new windows, something is being restored as the mountain guides company proclaims treks and climbings on the old ice of the glacier.

The weather was not better and, inevitably, dense rain began to fall on Kennicott shading the afternoon light. The body required to spend the night in the deserted streets of the town, pitching the tent anywhere or looking for a roof without holes, as the carpeted rooms of the lodge were out of question. But the plan was camping on the Root Glacier moraine to cross it the next day to the other side of the glass tongue, even though we had to dinner with the raincoat on. So crushed by the weight of the backpacks and the gloomy clouds, assaulted by the constant rain, we followed the path up the valley leaving Kennicot's skeleton of red houses to sleep and dream of gold. 

(Kennicott, August 2009)



(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

lunes, 4 de julio de 2011

CHARLIE (ZAMBIA)



 Charlie era grande y gris, aunque a la luz poniente de la tarde su piel rugosa se tornaba rosada, siena y algo de chocolate. Charlie tenía dos enormes orejas recortadas, dos gruesos colmillos algo sucios y cinco patas.

Charlie habitaba entre las hierbas y árboles al norte del río Luangwa, donde los hipopótamos dormitaban en espesos grupos de piel roja. Aún no nos habían presentado pero Charlie se encargó de hacerse notar.

La primera vez que le vi fue como un espejismo. Dando botes en el asiento, mientras las moscas tse-tse se daban un festín en mis pantorrillas, el todoterreno nos acercaba al Buffalo Camp desde la entrada del parque por la pista de arcilla a la sombra escuálida de los árboles donde habitaban los marabúes. En una curva del camino llegamos a un vado de piedras blancas que cruzaba el fantasma de un río y, antes de abandonar las frondas, me pareció divisar el rostro inconfundible de un elefante delante de nosotros. Pero la visión se esfumó en un segundo. Sin embargo, lo que me pareció un sueño se convirtió, al salir al claro, en enorme realidad.

Charlie alzaba su estatura colosal al otro lado del río, ocupando la salida del vado, y de ninguna manera parecía dispuesto a ceder el paso. Sin duda había bajado a beber al arroyo y de repente se había encontrado con ese otro animal ruidoso y feo que pretendía cruzar por el otro lado. Paramos el motor y nos observamos mutuamente con respeto. No era cuestión de disputarle el territorio. Además Charlie no parecía estar de muy buen humor. Agitó sus orejas  furiosamente como dos gigantescos abanicos y balanceó la trompa amenazadoramente. Barritando irritado, caminó de atrás adelante haciendo amagos de cargar. Y para colmo tenía cinco patas... Elefante enfadado y en celo... mala combinación.

Charlie gruñó, bufó, resopló, nos miró con muy mala cara, pero al final, optó por llevarse su enojo a otra parte mientras bamboleaba su corpachón río arriba sin cesar de volverse a mirarnos. Con mucho cuidado, reemprendimos la marcha y cruzamos a toda pastilla rebotando contra las rocas del lecho rezando para que el coche no se parara y Charlie no cambiara de opinión.

En el Buffalo Camp, cuando le narramos la aventura, Mark nos dijo que se trataba de Charlie, un visitante habitual del campamento y a quien seguro volveríamos a encontrar a no mucho tardar. La primera noche junto al río, intentando dormir bajo la telaraña de la mosquitera, un ruido me despertó. Algo que no eran los ruidos normales, aunque fascinantes, de la noche africana, ni siquiera el estruendo feroz de los búfalos cruzando la corriente bajo la cabaña, sino algo más cercano, justo al otro lado de la efímera pared de cañas. Algo que llamaba a la puerta. Por suerte, o desgracia, Mark nos había aleccionado sobre los posibles visitantes nocturnos y la precaución de cerrar bien la puerta de paja, si eso era posible, porque las hienas merodeaban a sus anchas y no era extraño que Charlie decidiera venir a saludar. La consigna, si aparecía, era no mover ni un músculo, no abrir la boca y no alumbrarle con la linterna a los ojos. Como si no existiera. El ruido fue creciendo en intensidad, como si alguien estuviera barriendo el techo de la cabaña o pretendiera echarlo abajo. De repente tuve una revelación: Charlie se estaba comiendo el techo de la cabaña. Mala idea intentar hacerle cambiar de menú. Que le aprovechara. Mejor quedarme quieto como una estatua con la vista fija en el cielo negro esperando de un momento a otro ver su hercúlea cabeza aparecer contra el fondo estrellado en busca del postre. Poco a poco el ruido fue cesando y me quedé dormido en un sueño inquieto de extrañas sombras.

A la mañana comprobamos que Charlie se había dado un buen banquete pues parte del techo de la cabaña estaba en el suelo pero por suerte parece que no le gustó demasiado.  En el fondo me cayó bien Charlie.

(North Luangwa, agosto de 2008)


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CHARLIE  (ZAMBIA) 

Charlie was big and grey, but on the setting afternoon light his rough skin turned pink, sienna, and some chocolate. Charlie had two huge clipped ears, two large and somewhat dirty tusks and five legs.

Charlie lived among the grass and trees north of the Luangwa River, where hippos were dozing in thick red skin groups. Although we had not been introduced but Charlie managed to get himself noticed. 

The first time I saw him was like a mirage. Bouncing on the seat, while the tsetse flies feasted on my calfs, the 4WD got us closer to the Buffalo Camp from the park entrance on the dirt track in the shade of the squalid trees where marabou dwelt. At a bend in the road we came to a white stones ford that crossed the ghost of a river and, before leaving the foliage, I thought I spotted the unmistakable face of an elephant in front of us. But the vision was gone in a second. However, what it seemed like a dream became, out of the clearing, tremendous reality. 

Charlie raised his colossal stature across the river, filling the ford's exit, and in no way he seemed willing to yield. No doubt it was down to drink by the stream and had suddenly found that other noisy and ugly animal intending to cross the other side. We stopped the engine and we looked each other with respect. There was no question of challenging the territory. Moreover Charlie did not seem in very good mood. He waved furiously his ears as two giant fans and swung the trunk menacingly. Trumpeting angrily, he walked back and forth making threats of charge. And to top he had five legs... Angry elephant in heat ... bad combination. 

Charlie grunted, snorted, puffed, looked at us with an angry face, but eventually he chose to take his anger elsewhere swaying his bulk upriver while looking back to us constantly. Carefully, we resumed the way and crossed at full speed bouncing on the riverbed rocks and praying that the car did not stop and Charlie did not change his mind.

At Buffalo Camp, when we narrated the adventure, Mark told us that it was Charlie, a frequent visitor to the camp and who for sure we would meet again not much later. The first night by the river, trying to sleep under the web of mosquito net, a noise woke me up. Something different to the usual but fascinating sounds of African night, not even the fierce thunder of buffalos crossing the stream under the hut, but something closer, just across the ephemeral wall of reeds. Something knocking on the door. Fortunately, or unfortunately, Mark had told us about possible nocturnal visitors and the precaution to lock the door of straw, if possible, because the hyenas prowled at ease and it was not surprising that Charlie decided to come say hello. The order, if he appeared, was not to move a muscle, not open your mouth and never shine the flashlight into his eyes. As if he was not there. The noise grew louder, as if someone was sweeping the roof of the cabin or intended to cast it down. Suddenly I had a revelation: Charlie was eating the roof of the cabin. Bad idea to try to change his menu. Have a nice meal!. Better lie still like a statue staring at the black sky and expecting to see any moment his Herculean head appear for the dessert against the starry background. Gradually the noise ceased and I fell asleep in a restless sleep of strange shadows.

In the morning we found that Charlie had had a good meal since part of the cabin roof was lying on the ground but luckily he did not like it too much. Actually I liked Charlie.

(North Luangwa, August 2008)
 

(c) Copyright del texto y de las fotos : Joaquín Moncó

viernes, 1 de julio de 2011

EN EL FILO: ARISTA OESTE DEL TXINDOKI Y ARISTA NE DE PEÑA EZKAURRE



Unos días de fiesta, una huida del infierno abrasador de la ciudad en el mes de junio en busca de las sombras frescas del norte. Primera parada en las verdes campas guipuzcoanas donde el txirimiri nos recibe nada más llegar haciéndonos notar que allí el fuego no quema tanto como en el averno. Por la mañana, desde Larraitz emprendemos el camino cuesta arriba entre nieblas y ovejas, vacas color canela campo a través ignorando las senda, siempre hacia arriba hasta llegar a pie de arista. El Txindoki, cumbre mítica para mí por muchos aspectos, sigue entre velos negándose a mostrar su rostro, pero los brillantes valles y pueblos del Goiherri comienzan a lucir sus mejores galas allá abajo. Incluso a lo lejos, entre brumas y espejismos, se intuye el mar.


A lomos del Larrunarri nos encaramamos a la arista con pies de gato y dedos tiesos por el frío. La caliza resbala jabonosa en el primer diedro de IV hasta que abandonamos la sombra y el sol nos recibe con los brazos abiertos. La chimenea de III repta sobre el abismo y más adelante la placa de IV se alza como una frontera. El último largo de IV+ chorrea agua y miedo pero con maña, fuerza y acrobacias queda atrás. A partir de entonces las cuerdas vuelven a la mochila, las botas a los pies y la sangre al corazón, todo se convierte en un paseo gozoso por la espalda de piedra herbosa rodeados del mar verde e inmenso de Aralar.



De oca a oca y esa misma noche dormimos en Zuriza. Cambio de tercio en las primeras cumbres del Pirineo. Un día de sol de justicia nos queda por delante surcando la proa prehistórica que dibuja la arista Nordeste de Peña Ezkaurre. El calor aprieta y el agua desaparece como por ensalmo. Pies, manos y cuerdas se confunden entre los paños grises de la montaña por donde crece la hierba en cualquier resquicio. El paso de IV se disfruta y da por finalizada la escalada, pero no la aventura, que no ha hecho más que empezar. Las horas avanzan rápidamente por la cuerda del rápel, los cantos afilados, las piedras sueltas, las malas hierbas, la sombra inexistente e imposible hasta que el cielo lo inunda todo y la ancha cumbre me rodea.
  
(Txindoki y Peña Ezkaurre, 24 y 25 de junio de 2011)





(c) Copyright del texto y de mis fotos: Joaquín Moncó