Jamás he estado en las Pribilof, esas islas del Mar de Bering hacia las que ponían proa en la maravillosa película El Mundo en sus Manos de Raoul Walsh. De momento me he quedado en la Alaska continental. Pero esa frase exclamada al frío viento del océano en el celuloide de 1952 siempre me ha sugerido las aventuras y emociones que, de alguna manera, intento encontrar en mis viajes.

martes, 11 de junio de 2013

PUNTO DE ENCUENTRO (PAKISTÁN)



La Karakorum Highway se estira camino de Gilgit remontando cada curva del Indo y atreviéndose a cruzarlo de vez en cuando por puentes colgantes sobre las turbias aguas. A ambos lados se levantan altas paredes oscuras como las nubes que amenazan lluvia desde que salimos de Chilas. El arco del río circula entre las moles de roca descendiendo junto las tierras altas del Baltistán en su viaje milenario cruzando fronteras, religiones e historia desde sus fuentes en las sagradas faldas del Kailash.

En un determinado kilómetro, antes de cruzar el Alam Bridge para tomar tomar el desvío que sigue el curso del Indo hacia Skardu y abandonar al KKH en su camino hacia el valle de Hunza y el Khunjerab Pass, un enorme hito de piedra blanco se erige a la derecha de la carretera. Allí, las aguas del río Indo y del río Gilgit se dividen obligadas por los macizos ciclópeos que desgajan la tierra con violencia en tres enormes trozos. En ese mismo punto, tres de las cordilleras más altas del planeta, hogar de cumbres míticas y de montañas asesinas, se encuentran casi sin pretenderlo mientras se lanzan miradas desafiantes.

Al este, en la vertiente izquierda del Indo, el macizo del Nanga Parbat, oculto tras las brumas, construye el último bastión (o quizás el primero) de la gran cordillera del Himalaya como una isla extraviada de sus hermanos nepalíes y tibetanos, una montaña desnuda como bien fue bautizada. Al norte, entre el Indo y el Gilgit, las primeras estribaciones del Karakorum anuncian los poderosos señores que habitan entre los glaciares baltíes. Por último, al oeste, la cadena del Hindu Kush despliega sus estandartes de viejas leyendas y sueños de caravanas de camellos más allá de Afganistán.

El tiempo y la tierra se dan la mano en este lugar inhóspito donde el aire trae sabor a lluvia, a nieve, a pólvora.

(Pakistán, agosto de 2012)


(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

lunes, 10 de junio de 2013

MOKORO (OKAVANGO, BOTSWANA)



Una tonelada de sol me aplasta contra el mokoro que se desliza silencioso sobre el agua. La luz inunda avasalladoramente los canales del delta que se desmenuza en miles brazos entre las islas vegetales. El calor aprieta y apenas tengo la breve sombra del ala de mi sombrero para refugiarme. En la orilla inexistente, una cigueña de pico amarillo alza sus zancos en busca de algún pez incauto que llevarse al pico. En lo alto de un árbol, un aguila pescadora otea la lámina refulgente de arriba a abajo con el mismo objetivo. El mugido indescriptible de un hipopótamo resuena en el horizonte mientras la sombra sólida de un elefante tiembla tras la espesura. El mundo transcurre lento, muy lento, a mi alrededor al ritmo que marca el palo de Carlos. El tiempo que tarda en hundirse en el limo del fondo del canal y ser alzado de nuevo unos metros por detrás cuando el mokoro ha avanzado indolente sobre el agua sin casi percirbirlo salvo por un leve bamboleo.



Carlos, que en realidad se llama Colin, me vuelve a preguntar algo en inglés y de nuevo ríe en la popa mientras sigue impulsando el mokoro por los dedos del Okavango buscando su camino entre el cambiante laberinto de plantas acuáticas y cañaverales. Pocas palabras, las justas para despertar del letargo hipnótico en el que estoy a punto de caer con el suave tránsito sobre las aguas. El mokoro que partió de Seronga rumbo al campamento en el corazón del delta ha mudado su piel tradicional de madera de ébano o de kigelia por la más moderna fibra de vidrio, pero los polers continúan remando con los mismos gestos y la misma calma que antes. Confío en su experiencia y pericia para no extraviarnos por esa retícula de canales infinitos y para no acabar enbarrancando contra el lomo de un hipopótamo.



Las horas se diluyen soñolientas tumbado en el mokoro dejando que la vida me pase al lado rozando levemente la borda a un nuevo golpe de pértiga de Carlos. Los miles de papiros que pueblan las aguas comienzan a alargar las sombras. La luz y el calor van desvaneciéndose en un color púrpura que antecede a la puesta de sol mientras una pareja de hipopótamos asoman sus orejas minúsculas sobre la superficie del agua y nos miran con cara de pocos amigos. La tarde se despedaza en ondas anaranjadas que cubren de pan de oro todo el delta. Después llegan los rojos encendidos, las llamaradas violentas, y más tarde, la noche profunda cargada de ruidos derramando sobre mi cabeza sus millones de estrellas que inundan las constelaciones hasta hacerlas desaparecer.

(Delta del Okavango, agosto de 2011)




(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó