Al otro lado del río la tierra parece la misma, sin rastro de alteración en la corteza amarilla y polvorienta que cubre las colinas. Las líneas onduladas bajan en suaves olas de hierba rubia para beber a la orilla del agua y después suben de nuevo para perderse en la calima de árboles retorcidos. Al otro lado del río todo sigue igual, pero es otro país.
En este caso, a diferencia de muchas otras en Africa trazadas con regla y cartabón, la frontera está dibujada de forma natural por el curso indolente del Kunene que viaja aletargado rumbo al oeste. Allí le espera un océano Atlántico brioso donde despertará silenciosamente para dar el último estertor. Arrastrando su acento portugués por las sendas abiertas a machete, Angola se diluye abruptamente en el agua verdosa que la separa de Namibia donde los cuchillos alemanes se afilan en la arena roja de las dunas. Todo cambia de nombre para que nadie advierta que todo sigue igual. El Cunene apenas se torna Kunene, las Cascadas Monte Negro en las Epupa. Con un breve sobresalto de antílope cazado, el río abre los ojos por un instante para caer ensimismado a la sombra de los baobabs que alzan sus raíces al cielo.
A la orilla de los Himba y los Herero, recibe el nombre de la espuma en la que muta el agua en el gran salto. Ninguna caída suicida, apenas 40 metros. El sueño del río cargado de ojos de monos y cocodrilos estalla en briznas de cristal durante unos segundos interminables para recomponerse unos metros más allá como si nunca hubiera salido de tan profundo sopor.
A este lado del Kunene la noche trae estrellas, aroma espeso y un hilo de música desde el Himba Bar. En la otra orilla, las sombras se extienden agazapadas sobre la tierra quemada.
(Epupa Falls, agosto de 2011)
(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó