Según se cuenta en la Chanson de Roland, el sobrino y paladín de Carlomagno tuvo que emplearse a fondo para mantener a raya a los sarracenos a base de mandobles cuando cayeron por sorpresa sobre la retaguardia del ejército franco cruzando los Pirineos. Sacando el máximo partido a su espada Durendal (que según Ludovico Ariosto en Orlando Furioso perteneció al mismísimo Héctor de Troya) consiguió contener a los infieles hasta que el resto de las huestes del monarca pudieron llegar en su ayuda, aunque fuera demasiado tarde para el caballero. La realidad parece que fue más prosaica que el cantar de gesta pues todo se redujo a una escaramuza en la que los aguerridos nativos dieron cumplida cuenta de los invasores francos en Roncesvalles, sin moros por medio ni victorias cristianas.
De acuerdo con la leyenda, Roland, antes de que la espada cayera en manos enemigas, intentó destruirla quebrando el acero contra la roca de la montaña, pero Durendal se demostró indestructible y a cambio produjo un enorme tajo en la columna dorsal de la cordillera, una brecha colosal que aún puede admirarse. Según cuenta la leyenda, la espada y el famoso cuerno de elefante, el olifante, que de tanto soplarlo acabó con su vida, fueron enterrados bajo su cuerpo (aunque, como tantas otras reliquias sagradas y legendarias, hay quien afirma que Durendal aún puede puede verse por algún rincón).
La Brecha de Roland desgaja un pedazo de cielo en la muralla ciclópea que separa España de Francia. Cuando el viento acerado sopla sobre los dientes de piedra y bajo las alas negras de las chovas, en verdad se diría que pueden oírse ecos de batalla y de cuernos, que las testas coronadas del Taillón o el Monte Perdido son cabezas de emperadores o gigantes y que el abismo de Gavarnie es la verdadera boca del Averno. Algo de leyenda resuena en las rocas grises, en el hielo del invierno, siempre mucho más hermosa que la historia. No en vano las montañas son la patria de las leyendas y los mitos.
(Pirineos, octubre de 2011)
(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó
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