Jamás he estado en las Pribilof, esas islas del Mar de Bering hacia las que ponían proa en la maravillosa película El Mundo en sus Manos de Raoul Walsh. De momento me he quedado en la Alaska continental. Pero esa frase exclamada al frío viento del océano en el celuloide de 1952 siempre me ha sugerido las aventuras y emociones que, de alguna manera, intento encontrar en mis viajes.

martes, 18 de octubre de 2011

ILHA (MOZAMBIQUE)



La isla está unida al borde curvado de Mozambique por un puente interminable, el fin de la tierra y el comienzo del agua. La isla se resiste a desgajarse del continente y a ser olvidada entre los espejismos del Océano Índico donde reposa su letargo soñoliento de olor a guerra y paredes agujereadas. La isla guarda su secreto bajo el grito de las gaviotas, su herencia swahili que rezuma en cada oleaje, la sangre africana, árabe, portuguesa.

Después de dos jornadas eternas por las pistas de tierra roja del interior tratando de unir el mar del lago Malawi con el otro mar inmenso, llegamos a la costa. Un camino de imágenes de polvo, moles de granito inverosímil asomando en las llanuras e incendiándose a cada puesta de sol, bailes y canciones en los poblados a pie de camino, una noche inolvidable bajo las estrellas de Quinta Pessegueiro y otra más olvidable en Malema, el encuentro siempre peligroso con la mezcla de militares y cervezas Laurentinas en Metangula. Y al final del trayecto, el agua añil de la Ilha de Moçambique.




Los recuerdos se funden en una sopa cálida y dulzona de sensaciones y sonidos, sabores, aromas que me llevan de aquí para allá por las callejuelas y muelles de la ciudad.
Los dhows de velas blancas y colores intensos anclados en la rada o atravesando el horizonte pausadamente, la fortaleza de murallas portuguesas incólume a los avatares de los hombres, una noche de bailes desenfrenados rodeado de música apasionada, las paredes acribilladas de balazos y metralla testigos de batallas absurdas, las sonrisas demoledoras de los niños al sol de la tarde capaces de levantar las paredes de sus escombros, las langostas o el pescado a la fresca de la noche bajo la luz de las velas, las faldas multicolores festejando a la novia de una boda en un rincón de la tarde, el clamor inagotable del muecín en lo alto de la mezquita, un paseo más bajo las estrellas siempre diferentes y hermosas.

La Ilha aún sigue durmiendo su sueño inquieto entre la calima del océano pero poco a poco va despertando de su sopor de iguana.  Lentamente se despereza, se agita, se mueve. La Ilha está muy viva.

(Ilha de Moçambique, agosto de 2008)






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ILHA  (MOZAMBIQUE) 

The island is connected to the curved edge of Mozambique by an endless bridge, the end of earth and the beginning of water. The island is reluctant to break off the continent and be forgotten in the mirages of the Indian Ocean where it rests its sleepy lethargy smell of war and pierced walls. The island keeps its secret under the gulls cry, its swahili heritage that exudes at every wave, African, Arabic, Portuguese blood. 

After two eternal days on the inland red dirt tracks trying to unite the sea of Lake Malawi with the other great ocean, we reached the coast. A jounrey of dust images, unlikely granite masses looming on the plains and set on fire every sunset, dancing and singing in the villages by the road, a memorable night under the stars at Quinta Pessegueiro and another forgettable night at Malema, always a dangerous encounter with a mix of soldiers and Laurentina beerss at Metangula. And at the end of the journey, the indigo water of Ilha de Moçambique. 

Memories merge into a warm and sweer soup of sensations and sounds, tastes, smells taking me to and fro through the streets and wharves of the town. 

The dhows in  with white sails and vivid colors anchored in the bay or crossing slowly the horizon, the Portuguese fortress walls untouched by the vicissitudes of men, a night of wild dancing surrounded by passionate music, the walls riddled with shots and shrapnel witnesses to foolish battles, devastating smiles of children in the afternoon sun capable of raising the walls up the ruins, lobsters or fish in the cool night under the candlelight, colorful skirts celebrating a bride in a corner of the evening, the tireless cry of the muezzin at the top of the mosque, another walk under the stars always different and beautiful. 

The Ilha is still sleeping its restless sleep in the haze of the ocean but is gradually awakening from its slumber of iguana. Stretches slowly, stirs, moves. The Ilha is alive. 

(Ilha de Moçambique, August 2008)

(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

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