A Petra la llaman la ciudad rosa por el tono de sus rocas y paredes, por el color de las fachadas de los templos que se inclinan al Wadi Musa. Sobre todo a la salida y la puesta del sol, los muros y pórticos de las tumbas que abren sus puertas oscuras más allá del Siq se tiñen de esa tonalidad suave que acaricia sus piedras casi con respeto y envuelve las ruinas en una niebla irreal.
Sin duda Petra es rosa, pero con simplemente perderse un poco por el laberinto que forman sus avenidas y escaleras es fácil toparse con otros colores. Los tonos rojizos predominan, pero en cualquier esquina asoman amarillo, azul, gris, ámbar, granate, blanco. Deslumbrantes paños multicolores que a primera vista podrían parecer obra de la mano de un original artista nabateo y que, por alguna razón, habrían llegado a conservarse en medio de la aridez del desierto. Sin embargo, la única mano que ha diseñado esa abigarradas paletas cromáticas es la erosión y el paso del tiempo. El brillante espectro que duerme en el interior de las rocas ha ido surgiendo lentamente con el transcurso de los siglos para lucir las paredes de las cuevas en líneas y colores fantásticos que a buen seguro a ningún pintor de la época se le habrían podido ocurrir. La química también tiene pinceles maestros.
Petra me sorprendió y fascinó por muchas razones. Por sus rocas de colores.
(Petra, abril de 2012)
Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó
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