Jamás he estado en las Pribilof, esas islas del Mar de Bering hacia las que ponían proa en la maravillosa película El Mundo en sus Manos de Raoul Walsh. De momento me he quedado en la Alaska continental. Pero esa frase exclamada al frío viento del océano en el celuloide de 1952 siempre me ha sugerido las aventuras y emociones que, de alguna manera, intento encontrar en mis viajes.

jueves, 16 de septiembre de 2010

CALIGRAFIA INVISIBLE (BEITOSTOLEN, NORUEGA)



Justo una semana antes de perderme por las arenas ocres y las piedras rojas del Atlas tuve la oportunidad de habitar en otro color. Un ligero cambio cromático. En un contraste casi casual, las blancas páginas de las llanuras noruegas me ofrecieron el privilegio de trazar sobre sus líneas una compleja caligrafía con la tinta de mis esquíes.

A finales de marzo Noruega lucía blanca de pies a cabeza. Cuando la primavera ya intentaba asomar sus pétalos por los campos ibéricos, el invierno aún danzaba a sus anchas por las llanuras escandinavas desde el ártico hasta los fiordos del sur. El viaje en coche de varias horas desde el aeropuerto cerca de Oslo hasta el interior del país fue una noche en blanco. Cuando amanecimos en una cabaña de madera estábamos en Beito, donde comienzan a elevarse las tierras altas de Jotunheim, mítica tierra de gigantes.



La historia se resume en tres días y dos noches surcando los páramos helados sobre lomas de azúcar y montones de harina con la banda sonora de los esquíes y la pulka acuchillando la  nieve. Caracoles nórdicos con la casa a cuestas entre lagos invisibles por los que nos deslizamos confiadamente en busca de la línea recta, evitando las curvas que al agua exige a los senderos en verano. Una noche bajo los copos apretados en la tienda ignorando las temperaturas bajo cero gracias a la calefacción que proporciona un hornillo de gasolina a pleno fuelle, una olla de pasta tamaño familiar y embutido de la tierra.

Las distancias engañan. Los sentidos se burlan de nosotros. Las cabañas carmesíes motean el paisaje monocromo simulando estar más cerca de lo que parecen. La jornada transcurre entre las puntas de los esquíes avanzando por delante y la pulka rebelándose por detrás; demorándose en las subidas y empujando impertinentemente en las bajadas. La inmaculada sábana sólo muestra la herida infinita de dos marcas paralelas que se extiende de horizonte a horizonte. Nada más. La segunda noche gozamos de los placeres de una litera en una coqueta cabaña en medio de la nada. Los noruegos sí que saben cuidar las cosas, cuestión de educación y sentido común. Otra cena reconfortante y vestirse de arriba a abajo para hundirse hasta los ijares intentando llegar a otra cabaña que hace de letrina. El sol de última hora se deja ver tiñendo de rosa los millones de cristales que cubren el mundo. 

La pulka se agarra con manos invisibles ascendiendo al collado donde la nieve húmeda se pega a los esquíes haciéndonos caminar sobre zancos. El sol surge entre nubes y nos acompaña en el descenso hasta el final de la ruta con toboganes improvisados. Al quitarme los esquíes casi me siento descalzo. A todo se acostumbra uno. Beitostolen echaba el telón.

(Noruega, a finales de marzo de 2010)





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INVISIBLE CALLIGRAPHY  (BEITOSTOLEN, NORWAY)

Just a week before getting lost by Atlas' ocher-colored sands and red rocks, I had the chance to live in a different color. A slight chromatic change. In an almost casual contrast, the white pages of the Norwegian plains offered me the privilege of drawing on its lines a complex calligraphy with my skis' ink.

In late March, Norway looked white from head to toe. When spring tried to poke its petals in the Iberian fields, winter still danced freely through the Scandinavian plains from the Arctic to the southern fjords. The several hours drive from the airport near Oslo to the hinterland was a sleepless night. When we woke up in a log cabin we were at Beito, where Jotunheim uplands start to rise, mythical land of giants.
 

  
The story is summed up in three days and two nights cruising the icy moors on sugar hills and flour mounds with the soundtrack of the skis and the pulka stabbing the snow. Nordic snails carrying the house on our shoulders among invisible lakes through which we glided confidently looking for the straight line, avoiding the curves that water requires in summer. A night under the snowflakes cramped in the tent ignoring subzero temperatures thanks to a fuel stove heating at full blast, a king-size pot of pasta and local sausage.

Distances are deceptive. The senses tease us. The crimson cabins mottle the monochrome landscape pretending to be closer than they are. Days pass between the tips of the skis moving ahead and the rebel pulka behind, lingering upward and pushing impertinently downward. The immaculate sheet only shows the infinite wound of two parallel marks stretching out from horizon to horizon. Nothing more. The second night we enjoyed the delights of a bunk in a cute cabin in the middle of nowhere. Norwegians really know how to take care of things, a matter of education and common sense. Another comforting dinner and dressing up from head to toe to sink to the flanks trying to get to another cabin used as latrine. Late sun can be seen dyeing pink millions of crystals that cover the world.

The pulka grips with invisible hands climbing the pass where fresh snow sticks to the skis making us to walk on stilts. The sun emerges amid clouds and comes with us downhill to the end of the route on makeshift slides. When removing the skis I almost feel barefoot. One gets used to anything. Beitostolen blowed the curtain.

(Norway, late March 2010)



(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

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