Jamás he estado en las Pribilof, esas islas del Mar de Bering hacia las que ponían proa en la maravillosa película El Mundo en sus Manos de Raoul Walsh. De momento me he quedado en la Alaska continental. Pero esa frase exclamada al frío viento del océano en el celuloide de 1952 siempre me ha sugerido las aventuras y emociones que, de alguna manera, intento encontrar en mis viajes.

miércoles, 5 de enero de 2011

CALEIDOSCOPIO (NUPTSE, HIMALAYA, NEPAL)



Remontando el valle del Khumbu sólo había nubes. Espesas y grises, de algodón turbio, empapadas en gotas de aguarrás. Pero sólo nubes, ni rastro de las montañas. El Ama Dablam, como una estrella fugaz, se había asomado al balcón de vapor un breve instante pero se había vuelto a ocultar tras el telón. Únicamente el acero del hielo brotaba entre las piedras del glaciar como huesos rotos mientras avanzaba por la morrena desbrozada. Pero ni sombra de cumbres. Antes de atisbar los tejados de Gorak Shep los copos de nieve me rodearon girando alrededor en tiovivios espectrales. Aún más oscuro.

Sin embargo, el crepúsculo barrió de súbito las olas de niebla y mágicamente la luz invadió el glaciar ensanchando el espacio. Y allí estaban, las montañas más altas de la tierra. En un arco de torres blancas se desperezaban soñolientos el Pumori, Lingtren, Khumbutse, Changtse, la punta tímida y altísima del Everest y, sobre todo, el filo colosal del Nuptse.

Flanqueado por las testas coronadas del Everest y el Lhotse, el Nuptse no consigue encaramarse a los ocho mil metros de envergadura de sus hermanos pero, desde los abismos inconmensurables desde donde lo contemplaba, era sin duda la montaña más alta, hermosa y bella que pudiera imaginarse. La luz hizo el resto. El tinte fue cambiando a cada segundo mientras el sol se escondía por el oeste y las sombras invadían el valle. Allá arriba, el Nuptse, como un faro en la costa, una vela de galeón, recogía todos los colores en un prisma colosal antes de apagarse, oro, naranja, fuego. De noche, cuando Venus se alzó sobre el cielo, un fulgor fantasmal de luz imposible comenzó a brotar a la espalda de la montaña. Sin avisar, la luna se asomó a hombros del gigante pintando de plata los campos de nieve y las cumbres dormidas.

Por la mañana, el Nuptse seguía ahí.

(Valle del Khumbu, octubre de 2010)










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KALEIDOSCOPE  (NUPTSE, HIMALAYAS, NEPAL)

Going up the Khumbu Valley there were only clouds. Thick and gray, murky cotton, soaked in turpentine drops. But only clouds, no trace of the mountains. Ama Dablam, like a shooting star, had come out briefly onto the vapor balcony but to hide behind the curtain. Only steel ice sprouted among the glacier rocks like broken bones as I walked up the cleared moraine. But nothing about the peaks. Before glimpsing Gorak Shep's roofs,  snowflakes surrounded me swirling in ghostly merry-go-round. Even darker.

However, twilight suddenly swept the foggy waves and magically the  foggy light invaded the glacier expanding the space. And there were they, the highest mountains on earth. In an arc of white towers drowsy stretched Pumori, Lingtren, Khumbutse, Changtse, the shy and extremely high Everest peak and, especially, the colossal Nuptse ridge.

Flanked by the crowned heads of Everest and Lhotse, Nuptse don't manage to climb over eight thousand meters high as its brothers, but from the unfathomable depths from where I watched it, it was undoubtedly the highest, loveliest and most beautiful mountain you could imagine. Light did the rest. The hue was changing every second as the sun was setting in the west and the shadows were invading the valley. Up there, Nuptse, like a beacon on the coast, a galleon sail, collected all the colors in a colossal prism before going out, gold, orange, fire. At night, when Venus rose over the sky, an eerie glow of impossible light began to sprout at the mountain's back. Without warning, the moon appeared on the giant's shoulders painting silver the snowfields and sleepy peaks.

In the morning, Nuptse was still there.

(Khumbu Valley, October 2010)


(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

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