La avioneta despegó de la pista de tierra con un zumbido de abejorro. En unos segundos el horizonte se volvió azul y la tierra quedó muy abajo. El color verde del delta del río Okavango conquistó de inmediato las ventanillas sobre las que nos avalanzamos tratando de distinguir los lomos ovalados de los hipopótamos y las siluetas grises de los elefantes entre la selva flotante que lo inundaba todo.
El vuelo desde Seronga hasta Kasane, sobre las reservas del Okavango, Moremi y Chobe no tenía desperdicio. Las finas lenguas azules de los ríos serpenteaban su cauce caprichosamente entre el laberinto de canales y lagos que se iban formando a medida que los tocaba la sombra imprecisa de la avioneta. Meandros de tinta plateada que se enroscaban como cocodrilos tratando de evitar las siestas inquietas de los paquidermos. De vez en cuando, círculos oscuros de tierra firme, donde los árboles trataban de afianzar sus raíces, formaban islas oníricas ancladas a duras penas en medio del océano de espuma esmeralda que las rodeaba. Líneas amarillas borrosas dibujaban sendas que llegaban de ninguna parte a esos ombligos volátiles para desvanecerse poco después en la misma nada de la que habían surgido. Como una telaraña vegetal, los filamentos de incontables dedos se desplegaban en torno a las islas multiplicando el dédalo de ríos y canales que atravesaban ese mar interior extraño y espectral que estaba condenado a desaparecer en las arenas hirvientes del Kalahari varios kilómetros más al sur.
Cuando la avioneta ganó altura los perfiles se difuminaron y los colores tendieron a mezclarse en una paleta pardusca. El borde del horizonte creció hasta casi desbordar Botswana negando la independencia de ríos, deltas o desiertos. Tuve que esperar hasta descender sobre el río Chobe en la esquina del Zambeze para volver a trazar sueños.
(Delta del Okavango, agosto de 2011)
(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó
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