Jamás he estado en las Pribilof, esas islas del Mar de Bering hacia las que ponían proa en la maravillosa película El Mundo en sus Manos de Raoul Walsh. De momento me he quedado en la Alaska continental. Pero esa frase exclamada al frío viento del océano en el celuloide de 1952 siempre me ha sugerido las aventuras y emociones que, de alguna manera, intento encontrar en mis viajes.

jueves, 29 de noviembre de 2012

EN CAPILLA (MOZAMBIQUE)



La Capilla de Nuestra Señora del Baluarte (Nossa Senhora de Baluarte) está considerada el edificio europeo más antiguo construido en el hemisferio sur. Ahí es nada. Casi sin llamar la atención, la pequeña capilla encalada se esconde en un rincón al reparo de las altas murallas del Fuerte de San Sebastián mientras que las olas añiles del Índico que rodean la Ilha de Moçambique salpican sus paredes cada vez que rompen contra las rocas.

Por alguna razón el acceso al fuerte estaba cerrado esa mañana pero con un poco de mano izquierda, algunos meticais a trasmano y otro tanto de sonrisas conseguimos colarnos entre los muros de piedra del fuerte más antiguo que se conserva al sur del Sahara y poder visitar el recoleto edificio.

Un pórtico con varias arcadas cobijaba una puerta tachonada de óxido y unos escudos corroídos por el tiempo que daban acceso al interior del recinto. La bóveda blanqueada de varias nervaduras, dicen que uno de los mejores ejemplos del estilo manuelino en África, albergaba apenas un altar iluminado por la luz cruciforme del trópico que entraba por las ventanas. Sencillo pero solemne. Estar allí dentro, casi quinientos años después de su construcción, cuando esa costa swahili apenas era un borrón en los mapas europeos, fue en cierto modo emocionante.



Los intrépidos portugueses, después de haber doblado el Cabo de las Tormentas y superado el Cabo Agulhas, siguieron con la proa al nordeste cabotando la desconocida curva africana hasta llegar a encontrar los vientos que les conducirían a las Indias orientales y, más al norte, a la cultura swahili de bantúes y árabes a la que terminaron sumando su grano de arena. Los portugueses se establecieron en la Ilha en 1507 y en 1522 alzaron la capilla para dar gracias a su dios cristiano en aquella tierra diferente. El fuerte de San Sebastián comenzaron a edificarlo en 1558 y, como la capilla, ha resistido el paso de los siglos, las galernas, los ataques holandeses y la sangrienta guerra civil. Quizás se mantenga en pie otros quinientos años.

A toda velocidad, con un ojo puesto en los militares que por allí rondaban, conseguimos también echar un vistazo al fuerte, sus patios y las frescas cisternas, antes de salir por donde habíamos entrado y volver al sol del Índico medio milenio más tarde.

(Ilha de Moçambique, agosto de 2008)




 (c) Copyright del texto y de las fotos. Joaquín Moncó

martes, 27 de noviembre de 2012

CHULÍ (PAKISTÁN)



En la terraza del hotel Concordia en Skardu, una noche fresca junto al Indo, probé por primera vez ese manjar baltí. Pequeños, intensos, muy dulces. Tan parecidos a los nuestros pero distintos, casi como las personas. Sólo la prudencia ante posibles trastornos gástricos impidió que diera cuenta de la bandeja entera. Y es que los albaricoques del Baltistán son irresistibles.

A lo largo del camino que conduce a las montañas y las tierras más altas, los árboles avalanzan sus ramas cargadas con cientos de pequeñas esferas amarillas y anaranjadas. A sus pies el suelo está sembrado de tantas o más frutas que han ido cayendo desde lo alto y que a buen seguro no se desaprovecharán. En los tejados planos de las sencillas casas, alfombras naranjas de albaricoques puestos a secar decoran sin excepción todos los pueblos que van surgiendo a lo largo de la tortuosa carretera. Toda familia que se precie ha de poseer al menos un par de albaricoqueros que le reporte anualmente esa colorida cosecha. Frescos o secos no tienen desperdicio.

Después de pasar varios días respirando el delgado aire de las alturas nada puede agradecerse más, que degustar una fuente de albaricoques como con las que me agasajaron en el hermoso pueblo de Machulu.

Khubani en urdu, chuli en baltí, los albaricoques son un regalo en el Karakorum.

(Baltistán, agosto de 2012)





(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

martes, 20 de noviembre de 2012

LAILA (KARAKORUM, PAKISTÁN)



Nada más alcanzar el Gondogoro La, tras los abrazos y felicitaciones, la primera idea es girar sobre los talones para ver el K2 y las otras tres montañas de más de 8000 metros que asoman sobre el cordal de cumbres más cercanas. Pero aún es pronto. El ascenso al collado lo hemos efectuado de noche cuando las sombras ocultan las catedrales de hielo en las que se desmoronan los seracs y las grietas gigantescas que se abren a ambos lados de la huella. Aún no se ha despejado la oscuridad para poder contemplar los perfiles de las cumbres aunque las constelaciones en el cielo, Orión justo encima, tienden a disiparse con el fulgor que surge del este. Casi sin advertirlo, las siluetas de los colosos se van formando sobre un cielo cada vez más pálido y, al mirar al otro extremo, hacia la luz naciente, lo veo por primera vez.


Como una aguja afilada, el Laila Peak perfora el firmamento rosado quebrando el horizonte a la izquierda del glaciar de Gondogoro. Más allá, el valle de Hushe quiere encontrar las tierras más llanas donde los pastos verdean y los ríos se ensanchan, pero allí arriba, la punta de lanza del Laila  atrae todas la miradas convirtiéndose sin discusión en las estrella de esa vertiente. Al otro lado del collado, el K2, el Broad Peak y los Gasherbrum no tienen rival, incluso el Masherbrum insinúa guiños dorados en el amanecer, pero durante el resto de la jornada el Laila será quien acapare el protagonismo. El descenso delicado desde el collado, la larga caminata por la morrena central hasta el verde inesperado del campamento en Hispan, el crepúsculo desatado cuando el frío de la penumbra nos recuerda a qué altura estamos, siempre con el vértice inclinado dominando el horizonte.

Cuando cae la noche y las estrellas asaltan el cielo, antes de cerrar la cremallera de la tienda, observo como las pinzas y la cabeza del Escorpión con el ojo rojo de Antares se elevan inconmensurables justo sobre la punta del Laila.

(Baltistán, Karakorum, agosto de 2012)







 (c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

martes, 6 de noviembre de 2012

SALVAJES (TANZANIA)



Sin duda alguna fue una mañana con suerte. A veces te vas con las manos vacías y otras con los bolsillos llenos. Y esa mañana en Selous, con el horario apretado antes de coger la avioneta que nos llevaría como en un sueño hasta Dar es Salaam, estaba escrito que iba a ser de afortunados encuentros. Desde el momento en que, al despertar, sobre las sábanas blancas descubrí la presencia ancestral y amenazante del escorpión negro que deambulaba por ellas como por un mar de dunas, intuí que ese día podía ser único, que podía deparar más casualidades, más cruces de miradas furtivas, más intersecciones.

El avistamiento de fauna, como de cualquier otro fenómeno de la naturaleza, requiere altas dosis de paciencia, tenacidad y, sobre todo, de fortuna, pero esa mañana los astros estaban especialmente alineados. El leopardo trepado a la rama más alta del árbol sobre nuestras cabezas y su elegante paseo ante nuestras narices ya colmó todas las expectativas. Después vino la familia de leones, padre, madres, hijos, que nos ignoraron ampliamente mientras se dedicaban a amamantar y a ser amamantados. Y finalmente, cuando el todo terreno ya giraba el volante para regresar al campamento, en un rincón bajo las sombras de las hojas, casi invisibles, mimetizados con la tierra, tuvimos el tercer gran encuentro del día.


Difíciles de ver por lo escurridizos y por tener encima la espada de la extinción, los licaones (Lycaon pictus) se estiraban y solazaban tranquilamente a cubierto del sol abrasador. Bien conocidas son sus técnicas de caza, sus medidas estrategias grupales dignas del mejor general, su ferocidad al despedazar las víctimas, su apetito insaciable al devorarlas aún vivas. Sin embargo, contemplando esos perros allí tirados, rascándose las enormes orejas redondas, revolcándose en el polvo tratando de aplacar la mordedura de los insectos, jugando entre ellos entre gazñidos cómplices, en poco se diferenciaban de los perros del vecino en el jardín trayendo de vuelta palos en la boca. Capaces de engañar a cualquiera. Más perros que hienas, más mansos que salvajes, los licaones escondían a buen seguro bajo el coloreado pelaje curtido de retales diversos la ferocidad y el abismo que los separa de nosotros, la llamada de la selva, the call of the wild dog, el espanto del mito que convirtió a los hombres en lobos.

(Parque de Selous, agosto de 2008)



(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó