Nada más alcanzar el Gondogoro La, tras los abrazos y felicitaciones, la primera idea es girar sobre los talones para ver el K2 y las otras tres montañas de más de 8000 metros que asoman sobre el cordal de cumbres más cercanas. Pero aún es pronto. El ascenso al collado lo hemos efectuado de noche cuando las sombras ocultan las catedrales de hielo en las que se desmoronan los seracs y las grietas gigantescas que se abren a ambos lados de la huella. Aún no se ha despejado la oscuridad para poder contemplar los perfiles de las cumbres aunque las constelaciones en el cielo, Orión justo encima, tienden a disiparse con el fulgor que surge del este. Casi sin advertirlo, las siluetas de los colosos se van formando sobre un cielo cada vez más pálido y, al mirar al otro extremo, hacia la luz naciente, lo veo por primera vez.
Como una aguja afilada, el Laila Peak perfora el firmamento rosado quebrando el horizonte a la izquierda del glaciar de Gondogoro. Más allá, el valle de Hushe quiere encontrar las tierras más llanas donde los pastos verdean y los ríos se ensanchan, pero allí arriba, la punta de lanza del Laila atrae todas la miradas convirtiéndose sin discusión en las estrella de esa vertiente. Al otro lado del collado, el K2, el Broad Peak y los Gasherbrum no tienen rival, incluso el Masherbrum insinúa guiños dorados en el amanecer, pero durante el resto de la jornada el Laila será quien acapare el protagonismo. El descenso delicado desde el collado, la larga caminata por la morrena central hasta el verde inesperado del campamento en Hispan, el crepúsculo desatado cuando el frío de la penumbra nos recuerda a qué altura estamos, siempre con el vértice inclinado dominando el horizonte.
Cuando cae la noche y las estrellas asaltan el cielo, antes de cerrar la cremallera de la tienda, observo como las pinzas y la cabeza del Escorpión con el ojo rojo de Antares se elevan inconmensurables justo sobre la punta del Laila.
(Baltistán, Karakorum, agosto de 2012)
(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó
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