En la terraza del hotel Concordia en Skardu, una noche fresca junto al Indo, probé por primera vez ese manjar baltí. Pequeños, intensos, muy dulces. Tan parecidos a los nuestros pero distintos, casi como las personas. Sólo la prudencia ante posibles trastornos gástricos impidió que diera cuenta de la bandeja entera. Y es que los albaricoques del Baltistán son irresistibles.
A lo largo del camino que conduce a las montañas y las tierras más altas, los árboles avalanzan sus ramas cargadas con cientos de pequeñas esferas amarillas y anaranjadas. A sus pies el suelo está sembrado de tantas o más frutas que han ido cayendo desde lo alto y que a buen seguro no se desaprovecharán. En los tejados planos de las sencillas casas, alfombras naranjas de albaricoques puestos a secar decoran sin excepción todos los pueblos que van surgiendo a lo largo de la tortuosa carretera. Toda familia que se precie ha de poseer al menos un par de albaricoqueros que le reporte anualmente esa colorida cosecha. Frescos o secos no tienen desperdicio.
Después de pasar varios días respirando el delgado aire de las alturas nada puede agradecerse más, que degustar una fuente de albaricoques como con las que me agasajaron en el hermoso pueblo de Machulu.
Khubani en urdu, chuli en baltí, los albaricoques son un regalo en el Karakorum.
(Baltistán, agosto de 2012)
(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó
No hay comentarios:
Publicar un comentario