A medida que asciendo a Los Barrerones comienza a clarear. Por el este el cielo palidece y las agujas de los Galayos se recortan contra un fondo de papel anaranjado. Desde la cumbre de La Mira la mañana avanza en rojo y fuego hasta alcanzar el circo de la laguna grande de Gredos.
La noche se escapa más rápidamente que los crampones acuchillando la nieve y enseguida alcanzo el punto donde la huella desciende hacia el hielo. Desde allí, soberbio mirador, se despliega toda la corona de cumbres que encierran el circo como una gran muralla almenada. Las rocas y la nieve, hasta entonces difuminadas en las sombras, de improviso, se inflaman y arden con fuego súbito que arranca destellos dorados de las cumbres. La Cabeza Nevada, la Galana, el Almanzor, todos los monarcas refulgen por unos instantes saludando al amanecer mientras una luz naranja inunda todo el cordal en un baño de estío. Por un momentos las cimas parecen irreales, extraídas de un sueño dulce, como islas de sol flotando sobre un mar frío y oscuro.
Bajando hacia el circo, el cielo se va tornando cada vez más azul y la nieve cada vez más blanca. El fuego se extingue a cada paso y ya sólo quedan ascuas y cenizas. El alba apenas ha durado un suspiro entre la noche y el día.
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