Jamás he estado en las Pribilof, esas islas del Mar de Bering hacia las que ponían proa en la maravillosa película El Mundo en sus Manos de Raoul Walsh. De momento me he quedado en la Alaska continental. Pero esa frase exclamada al frío viento del océano en el celuloide de 1952 siempre me ha sugerido las aventuras y emociones que, de alguna manera, intento encontrar en mis viajes.

martes, 12 de febrero de 2013

SHINING WALL (BALTORO, PAKISTÁN)



El largo río de piedras y hielo que forma el glaciar Baltoro desciende impertubable desde las alturas del Karakorum hasta deshacerse en agua fría en el Braldu. Sin embargo, según se asciende lentamente en el aire fino de la tarde por las morrenas jorobadas hacia la cabecera del glaciar, se diría que la corriente fluye petrificada en sentido contrario y que las olas congeladas de arena tienden a remontar el valle hasta estrellarse a los pies de las altas cumbres. El ancho río se funde con estrépito contra otros brazos que se vierten sobre el cruce de Concordia y parece colisionar vorazmente contra el muro que se levanta al frente. Como una fortaleza, la dorsal que une al Broad Peak con los Gasherbrum cierra el camino y obliga al oleaje a ramificarse a derecha y a izquierda para soslayar la barrera infranqueable. El Baltoro simula dividirse en glaciares menores que lamen la base de las montañas circundantes cuando en realidad son éstos los que, en sentido contrario, se combinan para formar una única corriente colosal que arrastra todo a su paso.

Desde Urdukas ya se divisa tan ciclópea barrera pero es en el gélido campo de Goro II, con las tiendas alzadas sobre bloques de hielo, desde donde se contempla mejor este cruce de gigantes. La muralla abarca toda la visión y, en medio de todo, como una pirámide detenida en el tiempo, interceptando el paso y el vuelo de las aves, el Gasherbrum IV (7925 m) reclama toda la atención. Sólo 75 metros le separan de la fama, justo los que no le hacen falta.


Su vertical pared oeste, la que encara al glaciar Baltoro, se incendia de llamas con la puesta de sol, si las nubes lo permiten, brillando como una almenara en el frío viento de la tarde. Shining Wall, la pared resplandeciente, no sin razón. Por desgracia los días estaban siendo turbulentos sobre el Baltoro y las nubes se resistían a despegarse de las montañas. La luz era turbia y espesa, sin fuerza para iluminar el fiero granito, pero, en el momento exacto, un rayo escapado del sol poniente se vino a posar sobre los paños nevados del G IV encendiendo por un instante la soledad. No fue una gran hoguera pero algo de oro vibró en el aire.

(Baltoro, agosto de 2012)



(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

TRABAJOS VERTICALES (ISLAMABAD, PAKISTÁN)




Ese dia en Islamabad parece que el monzón oceánico había alcanzado a la capital pakistaní y las nubes descargaban con fuerza sobre el asfalto. Desde las verdes colinas cercanas la bruma apenas dejaba divisar los edificios de la ciudad ni sus cuadriculadas avenidas. Una urbe muy monótona surgida a la espalda de la bulliciosa Rawalpindi cuando llegó la hora de la separación del vecino indio. Jarreaba con fuerza y poco más había que hacer esa mañana salvo esperar a que escampara y visitar la moderna y enorma mezquita Faisal, una de las más grandes del mundo musulmán y erigida a base de dinero saudí.

En esa ocasión, quizás por la lluvia, la mezquita estaba casi vacía y, respetuosamente descalzos, pudimos chapotear por los charcos y piscinas que se formaban en los amplios patios del recinto donde las escaleras y barandillas azules, entre tanta catarata, casi me recordaban a un parque acuático. Poco a poco el diluvio fue remitiendo e incluso el sol pugnaba por asomarse entre las cortinas de nubes grises. Los cuervos se guarecían bajo los voladizos mientras algunos fieles rondaban por los jardines exteriores contemplando el edificio.

Parece que las labores de acondicionamiento de la mequita no paran ni bajo la lluvia porque, al doblar una esquina, nos encontramos con una pareja de operarios enfrascados en  la hercúlea tarea de darle una manita de pintura blanca a una de las fachadas. Si ya de por sí el tamaño de la pared hacía resoplar al del cubo y la brocha, el sistema de seguridad desplegado por ese par de inconscientes era para quedarse boquiabierto. Menos mal que al que sujetaba la cuerda no le dio por saludarnos con la mano izquierda.

(Islamabad, agosto de 2012)


 


(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó