La noche errática del trópico rodaba sobre los mástiles del barco. El Felicia se mecía suavemente anclado en las aguas coralinas de la bahía el borde de la arena rosa. Tumbado en la cubierta de madera del velero, dejaba que la respiración del mar fuera abrazándome pausadamente mientras la tiniebla brillante iba rodeando las amuras y los cabos. El barco dormía y la noche se desperezaba sobre las copas de los árboles en las islas, agitando un viento de hojas, un rumor de olas, que flotaba sobre la costa soñolienta.
El cielo se fue tiñendo a medida que el último fulgor naranja sobre el horizonte se quebró en una línea invisible y, silenciosamente, las estrellas indonesias comenzaron a invadir el techo oscuro sobre las velas recogidas. Hacía un buen rato que los últimos zorros voladores habían cruzado sobre el barco siguiendo a la bandada incontable que embadurnó la tarde de gritos y alas en su viaje cíclico de isla en isla a por su ración diaria de fruta. La luna plateada pugnaba por dominar el campo sin nubes barriendo con su haz dilatado cualquier mínima candela, pero la noche avanzaba y un sopor ancestral me venció en un sueño difuso de dragones, tiburones y flores hermosas.
Un sabor dulce en los labios me despertó arrastrándome sobre la cubierta. Otra gota en la frente. Una nube solitaria más oscura que la noche navegaba sobre el Felicia en su tránsito ajeno y descargó parte de su peso inverosímil sobre la bahía. Apenas una alarma, un chaparrón interrumpido que me volvió a sumir en un sueño inocente. La segunda vez no me despertó la lluvia. La luna ya se había ocultado tras el arco oscuro del mar pero una luz imponente se mantenía encendida enfrente de mí, colgada en el cielo, como si alguien se hubiera olvidado de apagar la última bombilla. Las demás estrellas palidecían en su entorno, por sí sola podía iluminar toda la noche y alumbrar el barco con una luz de mercurio, mitad luz y mitad sombra.
El ojo del perro, Sirio, en el Can Mayor, me atisbaba desde su distancia imposible siguiendo las huellas de Orión en su eterna caza. Sirio de los egipcios y de los dogones, la estrella más brillante de todo el firmamento. Nos observamos mutuamente mientras todos los demás dormían alrededor ajenos a tan emocionante encuentro. La comunión duró un instante, hasta que volví a quedarme dormido.
A la tercera vez que me desperté, la luz ya reinaba sobre el océano y un amanecer de sol dorado se derramaba sobre el agua hasta el barco. Los primeros zorros voladores regresaban tras su festín nocturno comenzando a cubrir el aire. Sirio era apenas ya un sueño.
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SIRIUS IN MY DREAMS (KOMODO AND RINCA, INDONESIA)
The erratic tropical night rolled over the ship's masts. Felicia rocked gently anchored in the bay's coral waters at the edge of the pink sand. Lying on the wooden deck of the sailing boat, I let the breath of the sea were slowly embracing me as the bright darkness surrounded bows and ropes. The ship was sleeping and the night stretched over the tops of the trees on the islands, waving a wind of leaves, a murmur of waves, floating on the sleepy shore.
The sky was staining as the last orange glow on the horizon was broken in an invisible line and, silently, the Indonesian stars began to invade the dark ceiling over the furled sails. It was a long time the last flying foxes had crossed over the ship following the countless flock who daubed the evening with cries and wings on his cyclical journey from island to island for their daily share of fruit. The silvery moon struggled to dominate the unclouded field sweeping with its extensive beam any candle, but the night waned and an ancestral slumber overcame me in a fuzzy dream of dragons, sharks and beautiful flowers.
A sweet taste in the mouth woke me up dragging me on the deck. Another drop on the forehead. A solitary cloud darker than night was sailing in its alien transit over Felicia and unloaded part of its unlikely weight on the bay. Just a warning, an interrupted shower that plunged me again in an innocent dream. The second time I was not woken up by the rain. The moon was already hidden behind the dark arch of the sea but an impressive light remained lit in front of me, hung in the sky, as if someone had forgotten to turn off the last light bulb. Other stars paled around, by itself it could illuminate the night and light up the boat with a mercury light, half light, half shade.
The dog's eye, Sirius, in Canis Major, peeped at me from its impossible distance following Orion's footsteps in his everlasting hunt. Egyptians and Dogon's Sirius, the brightest star in the entire sky. We looked at each other while everyone else slept around unaware of such an exciting meeting. The connection lasted a moment, until I fell asleep again.
The third time I woke up, the light reigned over the ocean and a golden sun dawn spilled on the water to the ship. The first flying foxes returned after their night feast beginning to fill the air. Sirius was just as a dream.
(Komodo and Rinca, August 2007)
(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó
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