El sol ardía implacable sobre la sabana haciendo crujir la hierba. Las sombras se encogían tímidamente sobre los troncos de las acacias buscando apagar su alma contra la corteza donde el círculo infernal no pudiera alcanzarlas. Y tras las sombras huíamos nosotros en busca de cobijo.
La visita relámpago a Selous no daba para mucho. La reserva más grande de Tanzania, del tamaño de Suiza y ni mucho menos la más visitada, requeriría varios viajes para recorrerla, pero en esa ocasión apenas disponía de una tarde y una mañana. Las horas crepusculares pasaron a bordo de una barca por medio de aquel jardín magnífico y la noche brillante del trópico exhaló su aliento de olor dulce sobre el campamento entre trompas de elefantes inesperadas, partidas de bao y escorpiones negros agazapados. Pero esas horas dan para otro cuento que no es éste. La última mañana, antes de volver a brincar en la avioneta rumbo a Dar es Salam, emprendimos el último juego a lomos del coche para ver si alguno de los cinco grandes, o cualquier otro más pequeño, nos concedía el honor. Fue una afortunada mañana de sol donde leones y licaones nos regalaron su estampa soberbia, pero la sorpresa final estaba por llegar, la más bella, definitiva.
La senda se estrechaba entre las altas hierbas doradas y las copas de las acacias. Un cierto sopor comenzaba a poseerme bajo la sombra mínima del ala del sombrero a resguardo del martillo solar. El extraño aroma dulzón que había percibido desde mi llegada continuaba rodeándome como un perfume antiguo, almizcle de reyes. De repente, las palabras mágicas surgieron en el aire. El ranger que conducía el coche señalaba hacia el laberinto de la acacia que se alzaba sobre nuestras cabezas. "¡Leopard"! Miré hacia arriba pero sólo ví ramas y hojas. Tuve que mirar varias veces para comprender el sorprendente mimetismo. Las manchas y claros de su piel se mezclaban de manera perfecta con los nudos y rugosidades de la corteza, con las sombras y luces del árbol. Pero ahí estaba, elegante, etéreo, grácil, hecho de aire y sueño. Con despreocupación, ignorando las rafagas de disparos que atronaban en torno, el leopardo se paseó por la rama como un modelo en una pasarela, descendió en un salto fugaz al suelo y desfiló pausadamente ante nosotros con la seguridad de saberse hermoso, inalcanzable, efímero.
El leopardo desapareció difuminando su silueta perfecta entre las sombras doradas de la sabana, buscando otra acacia donde reposar hasta la hora nocturna de caza, donde los simples mortales no pudieran molestarle con sus rifles de cristal, regresar por un instante al sueño del que procede, ser luz y noche.
(Panthera pardus)
(Parque de Selous, agosto de 2008)
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OF THE SAME STUFF AS DREAMS (SELOUS, TANZANIA)
The sun burned relentless on the savanna crunching the grass. The shadows shrank timidly around the acacia trees trunks trying to extinguish their soul on the bark where the infernal circle could not reach them. And after the shadows we were fleeing for shelter as well.
The flying visit to Selous did not allow too much. The largest reserve in Tanzania, the size of Switzerland and by no means the most visited, would require several trips to tour, but this time I had only one evening and one morning. The twilight hours spent aboard a boat through that magnificent garden and bright tropical night exhaled its breath of sweet smell over the camp amongst unexpected elephant trunks, games of bao and crouching black scorpions. But those hours are for another story that it is not this one. The last morning, before hopping back on the plane bound for Dar es Salaam, we started our last game drive to see if any of the big five, or any smaller, granted us the honor. It was a lucky sunny morning where lions and wild dogs gave us their superb image, but the final surprise was to come, the most beautiful, absolute.
The path narrowed between the tall golden grass and the tops of the acacias. Some kind of slumber began to possess me in the shade of my tiny hat brim sheltered from the solar hammer. The odd sweet scent that I had smelt since my arrival went around me like an old perfume, musk of kings. Suddenly, the magic words came into the air. The ranger who was driving the car pointed toward the acacia tree maze that rose above our heads. "Leopard"! I looked up but I only saw branches and leaves. I had to look several times to understand the amazing mimicry. Spots and clearings on its skin perfectly mingled with the knots and roughness on the bark, with the shadows and lights of the tree. But there it was, elegant, ethereal, graceful, made of air and reverie. Nonchalantly, ignoring the bursts of shots that thundered around, the leopard walked on the branch as a model on a catwalk, jumped down swiftly on the ground and calmly paraded before us with the certainty of being beautiful, unattainable, ephemeral.
The leopard disappeared blurring its perfect silhouette into the golden shadows of the savanna looking for another acacia tree to rest until night time hunting, where mere mortals could not bother it with their glass guns, to return for an instant to the dream from which it comes, be light and night
(Panthera pardus)
(Selous Park, August 2008)
(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó
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