A pesar de que el sol aún cuelga sobre el horizonte, allá rozando la línea de acero del océano gris, el termómetro se desploma sin contemplaciones. Las pocas horas de luz tímida, tenue, no sirven para calentar la tierra blanca y helada. El invierno aquí es de los de verdad, como si en lugar de a nivel de mar estuviera permanentemente pisando cumbres nevadas. Sacar las manos de los guantes es ya una proeza saldada con dolor cuando la sangre vuelve a los dedos. 15 grados bajo cero quizás. Pero hay que aguantar estoicamente esperando la presencia programada a la cita. Ese charco hirviente que no cesa de humear, ese caldo de mala sopa que emite burbujas y gorgotea inquieto, en breves minutos se convertirá en un espectáculo explosivo.
El legendario Geysir, que ha dado nombre a todas las erupciones de aguas termales del mundo, por desgracia ya no escupe su salivazo ardiente y desmesurado. Dicen que de tanto echarle jabón y otras salvajadas para que el salto fuera más fiero. Una pena porque la altura alcanzada era apabullante. Al menos nos queda a su lado su fiel hermano Strokkur que, con una regularidad de pocos minutos, se enfurece, brama y arroja al aire su estallido de vapor y agua hirviente dejando una nube de humo vacía que se disuelve en el frío aire invernal. Y después se queda como si no hubiera roto un plato, sosegado y burbujeante aguardando una nueva sacudida.
El fuego arde en Islandia debajo de los pies, apenas una mínima corteza nos separa de sus llamas. A la menor ocasión se desata por cualquier fisura recordándonos quién manda aquí. Fuego y hielo en la isla.
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