Al atardecer la luz sesgada realza el borde anaranjado de los árboles. Una soñolencia gris va surgiendo de la tierra resquebrajada bajo los mopanes y de las telas de araña. Ya queda poco para que las sombras comiencen a ganar la partida y la oscuridad se encienda de ojos brillantes. A esa hora, por alguna razón, el olor espeso de África se acentúa bajo el zumbido de las moscas tse tse que vuelven una y otra vez a cebarse en mis pantorrillas. El aroma dulzón que me acompaña todo el día se azucara aún más con los fulgores de hoguera que arden en el horizonte y prenden de violeta toda la reserva.
Parece que la mejor hora para visitar el río es en este momento, cuando el calor huye de las orillas y un frescor fantasmal se aposenta blandamente sobre la corriente. El otro lado del Luangwa me dicen que se extiende la reserva de caza, que los disparos de las reflex y las lentes de los objetivos se tornan en miras telescópicas y balas de acero. Me pregunto si los animales estarán informados de semejante frontera invisible donde un paso en falso significa el nunca jamás. Mal negocio, para ellos. Los hipidos de las hienas y el ulular de un búho real me recuerdan de qué lado estoy.
El río se extiende en un meandro ancho de aguas bajas dejando las orillas terrosas a considerable altura. En medio de la corriente, como tortugas enormes o cascos de naufragios, los lomos ovalados de los hipopótamos (Hippopotamus amphibius) asoman con parsimonia en un abigarrado rebaño. Algunos ya trotan por los herbazales próximos adelantando la hora de la cena mientras otros se dedican a abrir las bocas gigantescas como si estuvieran a punto de descoyuntarse mostrando su dentadura destartalada. Las cicatrices en la piel rosada dan fe de las disputas frecuentes.
El río Luangwa, afluente del poderoso Zambeze, es elegido habitualmente por estos paquidermos de aspecto apacible y humor de perros para reunirse en sus pozas y charcas bajo la mirada condescendiente de los cocodrilos. Los bramidos singulares atronan el aire lento del atardecer mientras las últimas luces huyen despavoridas ante semajante alboroto. Malas pulgas las de estos pesos pesados que ostentan el inesperado record de ser el animal que más muertes humanas provoca en África al cabo del año. Eso sí, con permiso del mosquito.
(Parque Nacional de North Luangwa, agosto de 2008)
(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó
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