Jamás he estado en las Pribilof, esas islas del Mar de Bering hacia las que ponían proa en la maravillosa película El Mundo en sus Manos de Raoul Walsh. De momento me he quedado en la Alaska continental. Pero esa frase exclamada al frío viento del océano en el celuloide de 1952 siempre me ha sugerido las aventuras y emociones que, de alguna manera, intento encontrar en mis viajes.

martes, 30 de octubre de 2012

OASIS DE PIEDRA (WADI RUM, JORDANIA)



Nada más caminar por la arena me doy cuenta de dónde estoy. Mis pies se niegan a avanzar torpemente atrapados por ese velo espeso de millones de cristales tostados que alfombran todo el cañón. En unos minutos el horizonte se comprime en una franja escuálida que se aprieta entre las altas paredes horadadas que amurallan el camino. La luna  apenas se atreve a asomar en un cielo aún claro sobre las ciclópeas azoteas resquebrajdas que coronan las colosales formaciones de arenisca desbastadas por el viento. Cuando cae la noche, arropado por la jaima de negra piel de oveja, observo cómo los planetas y estrellas también inician su periplo y las formas grotescas de las piedras toman con las sombras apariencias siniestras.



El Wadi Rum se extiende durante kilómetros en un laberinto de arena y piedras que más vale conocer bien si no se quiere acabar para siempre dando vueltas en él. El todo terreno ayuda a correr por las pistas y las dunas aún a riesgo de quedar encallado varias veces y solucionarlo a base de brazos y empujones. Cuando llevo un rato dando tumbos en la caja del jeep ya me parece que he pasado varias veces por el mismo sitio, que esa roca o esa duna ya estaban allí antes, cuando en realidad cada imagen es diferente y el paisaje no deja de asombrar a cada recodo.

Pirámides de granito, columnas agujereadas, una sensación extraña de piedra derretida que se derrama por las paredes, campos de arena de colores diversos, huellas pausadas de camellos que tienden a separarse de las marcas invasoras de los neumáticos, arcos de piedra que se sostienen solemnes en el aire caliente, marcas geométricas verticales de los gigantescos derrumbes que desgajan las torres por la mitad, trazos esquivos a la sombra donde las piedras nos hablan de antiguos ritos y sueños, de hombres que habitaron estas tierras mucho antes de que tuvieran nombre, antes incluso de que beduinos, romanos o nabateos se quemaran bajo este sol, antes de que Lawrence blandiera su cruzada imposible.



El atardecer tiñe de rojos y naranjas las formas caprichosas de las piedras del Wadi Rum. El cielo pastel se va incediando mientras la noche de nuevo se avalanza silenciosamente sobre las arenas borrando las huellas de mi paso, como si nunca hubiera estado allí. El tiempo se detiene y retrocede deshaciendo el rastro de las caravanas. Cuando abandono el Wadi Rum mi reloj vuelve a ponerse en marcha.

(Wadi Rum, abril de 2012)





(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

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