Jamás he estado en las Pribilof, esas islas del Mar de Bering hacia las que ponían proa en la maravillosa película El Mundo en sus Manos de Raoul Walsh. De momento me he quedado en la Alaska continental. Pero esa frase exclamada al frío viento del océano en el celuloide de 1952 siempre me ha sugerido las aventuras y emociones que, de alguna manera, intento encontrar en mis viajes.

martes, 30 de octubre de 2012

LA HERMANA PEQUEÑA (JORDANIA)



Para ver la grande primero hay que visitar la pequeña, como aperitivo. Hacerlo al revés, después de haberse asombrado por las altas tumbas y los colores inverosímiles de las piedras de Petra, despojaría a la pequeña de las virtudes que posee. Por eso, recién llegado de los corales y peces de Aqaba, antes de perderme por la gran avenida de cenotafios rojos, de arrodillarme ante la majestuosidad del Tesoro o trepar hasta las cúpulas del Monasterio, de intimar con la hermana mayor, me acerqué a conocer a la Pequeña Petra en Al Beidha.

Más que una Petra en miniatura, el breve cañón de Siq al Barid ofrece entre sus paredes un anticipo de lo que podemos llegar a encontrar atravesando el gran Siq. Allí tenemos el primer encuentro con las fachadas clásicas brotando de la piedra, los estrechos pasajes entre altos muros verticales, las gastadas canalizaciones de agua, los peldaños que tratan de evadirse del tiempo y que ya no se sabe si llevan a alguna parte, los nichos y vanos oscuros que bostezan desde la sombra, las rocas erosionadas en formas grotescas, el tono rosado que lo envuelve todo, la misma luz. Incluso, batiendo a la gran Petra, podemos contemplar tras una reja oxidada las pocas pinturas nabateas que se han conservado en sus tumbas.

Pero la Pequeña Petra no era más que eso, una mínima joya que paladear antes de zambullirme de cabeza en el gran tesoro. La otra Petra me esperaba al cabo de la noche.

(Pequeña Petra, abril de 2012)







(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

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