En el Parque Nacional de Chobe habita una de las mayores concentraciones de elefantes de África (Loxodonta africana), o quizás la mayor, y de eso me doy cuenta nada más llegar. Incluso antes, porque, cuando la avioneta comienza a descender desde las suaves alturas cambiando los colores imprecisos en súbitas mánchas eléctricas, ya veo aparecer las primeras figuras grises junto al borde del agua, siluetas de sombra peculiar que se mueven por parejas o en grupos mayores en cámara lenta mientras balancean sus trompas diminutas desde esa altura, como piezas de ajedrez en un tablero inmenso.
Un recorrido por el río Chobe, afluente del Zambeze, confirma esa impresión. Desde los altos pastos que rodean las orillas, los elefantes desfilan y se contonean como si estuvieran en su casa. Y es que están en su casa. El intruso que no ha sido invitado y que se ha colado en su sala de estar soy yo, pero escudo mi desfachatez en un pasaporte lleno de sellos y unos euros en la cartera. Entre hipopótamos, búfalos, cocodrilos, babuinos, impalas, waterbucks y red lechwes, los elefantes dominan el horizonte en parejas, tríos o familias numerosas que se van acercando lentamente hasta el borde del agua donde nada puede molestarles salvo la nube zumbante de turistas que descargan sus flashes a discreción. Una ducha de arena, un bebé que apenas se tiene en pie mientras su madre trata de enseñarle el paso militar, un relajante baño de barro observados por los ibis sagrados, las garzas y las cigueñas de pico multicolor.
Y cuando las luces comienzan a apagarse y el aire se tiñe de rojo, una fila de trompas y rabos engarzados como cuentas en un collar se aventura a cruzar el río por donde le viene en gana. Tras un par de intentos y retrocesos, no sea que se nos vayan a ahogar los recién nacidos, por fin la cordada se adentra en las aguas caudalosas dejando en las zonas más profundas apenas asomar la trompa enhiesta sobre la superficie como periscopios desmadejados. Los más pequeños desaparecen casi por completo debajo de tanta agua pero finalmente surgen de nuevo, absolutamente anegados, al otro lado de la corriente sin haber perdido de vista el pariente que llevan por delante. Con las últimas luces, la familia se disuelve mansamente en la neblina que ya envuelve casi todo sin apenas dedicarme un vistazo de desaprobación. Nadie me había invitado.
(Parque Nacional de Chobe, agosto de 2011)
(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó
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