Jamás he estado en las Pribilof, esas islas del Mar de Bering hacia las que ponían proa en la maravillosa película El Mundo en sus Manos de Raoul Walsh. De momento me he quedado en la Alaska continental. Pero esa frase exclamada al frío viento del océano en el celuloide de 1952 siempre me ha sugerido las aventuras y emociones que, de alguna manera, intento encontrar en mis viajes.

miércoles, 12 de febrero de 2014

PATAS AZULES (ISLAS GALÁPAGOS, ECUADOR)



Una de las aves más graciosas que conozco es el piquero de patas azules (Sula nebouxii excisa) que habita en las excepcionales Islas Galápagos. Esta subespecie endémica de estas islas, con algún pariente en la costa sudamericana, es un tipo de alcatraz muy particular que recibe el nombre autóctono de piquero y que los británicos denominaron booby a causa de su mansedumbre rayando con la simpleza cuando se toparon con ellos en sus desembarcos del siglo XVIII. Los marinos se sorprendían al comprobar que estas aves no huían en su presencia y les resultaba extremadamente fácil cazarlas. Los pobres piqueros, como cualquier otra especie de las islas, no conocían las malas intenciones de los humanos y campaban a sus anchas por los islotes sin depredador alguno al que temer entonces.

Hoy en día es posible tener encuentros igual de cercanos con los piqueros aunque en diferentes circunstancias. La protección a la que se somete a las especies endémicas de la Galápagos, así como no ser presa de otros animales, supone que sea igualmente sencillo acercarse a distancias muy cortas de estas aves que en ningún momento dan muestra del más mínimo interés ni inquietud por los bípedos desmañados que les rodean cargados de cámaras y de objetivos.




En mi paseo por la isla de Seymour Norte los piqueros de patas azules fueron las estrellas de la mañana, aunque los buches rojos a punto de estallar de las fragatas rivalizaron en asombro. Tres especies de piqueros aletean por las Galápagos: el singular piquero de patas rojas (Sula sula websteri), el bello piquero enmascarado o de Nazca (Sula granti) y el inimitable piquero de patas azules.
El peculiar color vivo de sus patas y pico llama la atención nada más verlo pues esas patas tan azules parecen pintadas a pincel. En sus movimientos hay algo de elegancia y torpeza, como una modelo a punto de tropezar en la pasarela. Y en su mirada un brillo que puede ser pura estulticia o mera condescendencia.
 
Pero lo que estaba esperando ver en Seymour Norte mientras el sol ecuatorial me iba aplastando poco a poco era el genuino baile del cortejo. Como parte de una coreografía ensayada durante generaciones, el piquero macho trata de convencer a la hembra de grandes pupilas de sus magníficas dotes y del arrebatador color de sus patas. Con el pico hacia el cielo, va levantando sus patas alternativamente mientras danza alrededor tratando de conquistarla. A veces la hembra cae cautivada por el embrujo de ese azul de mar y otras le ignora absolutamente dedicándose a mirar a otros rivales. El conjunto del cortejo es desternillante y bien merece un viaje hasta las Galápagos.

La misma aparente torpeza que pueden mostrar los piqueros en tierra se convierte en gracia y agilidad en el aire cuando, como misiles a reacción, se arrojan de cabeza contra al agua para surgir pocos segundos después con un un pez en el pico. Buena caza salvo que la fragata ande cerca y se lance al abordaje.

(Seymour Norte, Islas Galápagos, octubre de 2013)






(c) Copyright del texto y de las fotos:  Joaquín Moncó




sábado, 8 de febrero de 2014

LAMAS Y MOTOCICLETAS (MUSTANG, NEPAL)



Las cosas están cambiando en el Reino del Mustang y me temo que pronto se habrá transformado en algo diferente. La construcción de la pista que enlaza el aeródromo de Jomsom con Lo Manthang y más allá hasta la frontera china permite la circulación de vehículos todo terreno por el corazón del reino abriendo las puertas a la llegada del futuro. Donde antes eran sólo aldeas, gompas y ganado ahora son también lodges con menú, ducha caliente y servicio de transporte. Ahora los lamas budistas conviven con las motocicletas.

Aunque perteneciente políticamente a Nepal, el reino es uno de los lugares donde más puro se ha conservado el budismo tibetano a resguardo de los desmanes chinos al norte de la frontera. La influencia china se deja notar en la vida diaria pues no en vano el gigante asiático se encuentra a pocos kilómetros de distancia, pero la cultura tibetana ha conseguido resistir y conservar su entidad protegida en las alturas tras los Dhaulagiris y los Annapurnas. Hasta los feroces guerreros Khampas se refugiaron en estas montañas en su lucha contra Pekín como el último reducto de su independencia.

Por el sur, el influjo nepalí se cuela en las bodegas de los aviones desde Pokhara y el turismo va poco a poco abriéndose camino. Sin embargo, aún es un triunfo llegar por tierra a las puertas del Alto Mustang en Jomsom como Olatz y yo pudimos experimentar en un accidentado trayecto por la garganta del Kali Gandaki que convirtió la media hora de avión en dos días de autobuses destartalados y abarrotados, vadeos interminables, desprendimientos, corrimientos de tierra y puentes desaparecidos. Una dura pero enriquecedora experiencia

Aún es posible hoy recorrer las tierras altas del Kali Gandaki hasta la mítica Lo Manthang y sentir algo del asombro y misterio que cautivó a Michel Peissel cuando en 1964 se adentró en el Mustang. A pie, en contacto con la tierra, caminamos durante varios días por los polvorientos senderos y collados de un mundo detenido entre Tibet y el Himalaya donde aún la magia espera a la vuelta del camino.

(Reino de Mustang, agosto de 2013)

(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

JIRAFAS EN EL SAHARA (TASSILI N'AJJER, ARGELIA)



En el fondo de la cueva dormía una jirafa. Recostada sobre sus patas, con su largo y esbelto cuello alargado, me saludó agitando sus interminables pestañas. Las manchas rojas saltaban desde su piel canela y, con una mirada cómplice, esbozaba una sorprendente sonrisa. Parecía absolutamente viva, a punto de alzarse sobre sus delgadas patas y echar a correr contra la brisa. Pero no pudo moverse porque la jirafa no era real sino que estaba pintada sobre la pared de la cueva.



Esa fue la primera de la muchas jirafas que pude encontrarme en mi periplo por las arenas y rocas del desierto del Tassili N'Ajjer, en el fondo de Argelia, donde las fronteras con Libia, Mali y Niger se funden en un océano petrificado. Los diferentes macizos, como fortalezas lunares, alzan sus murallas en medio de las arenas saharianas donde esconden tesoros resguardados del tiempo. Desde que Henri Lhote las sacara a la luz, las pinturas rupestres del Tassili no han dejado de asombrar y de provocar intensos debates y hasta las más fantásticas teorías. Pero lo que sí demuestran es que, hace miles de años, donde ahora se extienden esos desiertos desolados, crecían entonces fértiles tierras inundadas por ríos y lagos donde abundaba una fauna propia de la sabana y donde florecían pueblos ahora olvidados.

Sin llegar a subir hasta la elevada meseta de Jabbaren dode aguardan los gigantes, en el Tassili Tadrart ya es fácil encontrarse en las paredes o al abrigo de las cuevas, con jirafas, elefantes, leones, bisontes o hipopótamos que observan desde los pozos del tiempo como si nunca se hubieran ido. La erosión del desierto ha sido inclemente con las pinturas que a duras penas resisten el embite en el fondo de las grutas o a cubierto de bóvedas de piedra, pero aún es posible maravillarse con las estilizadas líneas que dibujan el contorno de las jirafas, la mano maestra que trazó con tanta habilidad las gráciles patas y cuellos, que reflejó con tanto detalle su perfil efímero.

En las paredes de roca las tallas resisten mejor la erosión y brillan al sol como recién esculpidas. Entre enormes paquidermos y restos de escritura, tres hermosas jirafas parecen querer escapar de la piedra y trotar por los cañones en busca de un río.

Muchas cosas me conquistaron en el Tassili. Como sus jirafas.

(Tassili Tadrart, diciembre de 2012)






(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

LLAMARADAS (CIRCO DE GREDOS)



A medida que asciendo a Los Barrerones comienza a clarear. Por el este el cielo palidece y las agujas de los Galayos se recortan contra un fondo de papel anaranjado. Desde la cumbre de La Mira la mañana avanza en rojo y fuego hasta alcanzar el circo de la laguna grande de Gredos.

La noche se escapa más rápidamente que los crampones acuchillando la nieve y enseguida alcanzo el punto donde la huella desciende hacia el hielo. Desde allí, soberbio mirador, se despliega toda la corona de cumbres que encierran el circo como una gran muralla almenada. Las rocas y la nieve, hasta entonces difuminadas en las sombras, de improviso, se inflaman y arden con fuego súbito que arranca destellos dorados de las cumbres. La Cabeza Nevada, la Galana, el Almanzor, todos los monarcas refulgen por unos instantes saludando al amanecer mientras una luz naranja inunda todo el cordal en un baño de estío. Por un momentos las cimas parecen irreales, extraídas de un sueño dulce, como islas de sol flotando sobre un mar frío y oscuro.

Bajando hacia el circo, el cielo se va tornando cada vez más azul y la nieve cada vez más blanca. El fuego se extingue a cada paso y ya sólo quedan ascuas y cenizas. El alba apenas ha durado un suspiro entre la noche y el día.

(Sierra de Gredos, 26 de enero de 2014) 





(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

jueves, 6 de febrero de 2014

HACIA EL CIELO (SOSSUSVLEI, NAMIBIA)



Una escalera de arena, una rampa de semillas de oro que se van desmoronando a cada paso. Es fácil seguir la huella pues sólo hay un lugar donde posar el pie. Cada vez un poco más cerca del cielo y más lejos de infierno. El calor aprieta en la sartén namibia a cada minuto y en Deadvlei los árboles secos ya deben de estar ardiendo. A nuestros pies las charcas efímeras de Sossusvlei brillan al sol africano reflejando las formas onduladas de las dunas. La línea sinuosa que perfila el horizonte de la duna invita a recorrerla. Millones incontables de granos de arena se amontonan a refugio del viento hasta erigir en el desierto gigantescas montañas rojas que se encadenan hasta formar un laberinto de cuerdas invisibles. Una cumbre de aire a punto de deshacerse con un soplo.

Paso a paso Olatz y yo continuamos nuestra marcha hasta la cumbre donde no nos espera nada más que el otro lado. Y unas vistas magníficas del desierto namibio.

La foto pertenece a la mano maestra de Miguel Ángel Sánchez.

(Desierto del Namib, agosto de 2011)


(c) Copyright del texto: Joaquín Moncó