El tiempo cambió en las aguas del Nyasa. Como el paisaje.
Después del uniforme altiplano zambiano, reseco y soleado, donde los kilómetros de árboles bajos se extendían interminablemente a ambos lados de las rojas pistas de tierra, la entrada en Malawi vino acompañada por una variación en la vegetación y en los cielos, un giro cromático que tornaba los campos verdes y las nubes más oscuras.
El cambio de frontera no fue más que un mero trámite burocrático. Colas de camiones atestados y mercadillos de buhoneros en Nakonde para salir del lado zambiano; una solitaria caseta en Chitipa donde los funcionarios de Malawi sesteaban y jugaban al bao. Unas sonrisas, algo de docilidad en el cara a cara individual y unas pocas palabras en su lengua bastaron para tener el sello en el pasaporte y emprender camino a las costas del lago. En el trayecto, casi de manera imperceptible, es donde poco a poco comienzas a darte cuenta de que realmente estás en otro país, no simplemente haber cruzado una línea política trazada en el mapa entre las antiguas colonias de Rhodesia del Norte y Nyasaland, o los modernos estados, sino en otro lugar diferente del que acabas de abandonar. Paulatinamente las pistas comienzan a ganar altura sobre los valles y a trazar curvas para remontar las montañas que se atraviesan en el camino. Las nubes tornan a invadir las esquinas del cielo, primero como borregos extraviados, después como rebaños enteros de lana turbia. Los árboles lucen más verdes y frondosos, vestidos con nuevos ropajes hasta que finalmente aparecen los baobabs. Con su planta extraña y equivocada, origen o fruto de muchas leyendas, sus troncos orondos y las ramas queriendo ser raíces al viento, un árbol boca abajo. También llega la gente, las sonrisas frecuentes de Malawi, los saludos a pie de carretera, muli bwanji?, ndili bwino.
Los baobabs arañan el cielo de Malawi |
Y llegamos al lago. El Malawi o Nyasa es el país. Nación y lago se alargan interminablemente de norte a sur entrelazados e indisolublemente unidos en una simbiosis perfecta. Al igual que su hermano del norte, el Tanganika, el lago Malawi se disfraza de oceáno y vuelca sus olas y galernas contra las costas cuando se enfada, no dejando divisar sus confines por mucho que se agudice la vista. Los barcos y peces que lo habitan lo sueñan como mar.
El Ilala traía un retraso considerable desde sus escalas al norte del lago. La noche se fue deslizando lentamente mientras esperábamos la aparición del barco esquivando a las hormigas hambrientas entre flojas cervezas Mosi y música local. Cuando por fin llegó, no hubo más tiempo que para ocupar la cubierta y tratar de dormir echados en colchonetas a la luz de las estrellas en plena lucha con los mosquitos. Alguna rata nos espió durante las horas sin luz. Con el alba, llegó la lluvia de improviso en oleadas violentas que brotaban desde el interior sobre las colinas verdes y que obligó a refugiarse a la carrera empapados. El clima cambió sustancialmente con la entrada en el lago. Por unos días el abrasador sol de Africa estuvo de vacaciones.
El Ilala se resiste a jubilarse. Un vapor de los años '40 que arrastra su eslora por el agua dulce africana desafiando todas las normas de la navegación. Ruta fundamental y medio de transporte inevitable para los habitantes de las costas que deben desplazarse a lo largo y lo ancho del lago para seguir viviendo día a día. Tres cubiertas y toneladas de óxido. Paradas frecuentes a lo largo del trayecto semanal donde las barcas y canoas de los locales intercambian pasajeros y mercancias con el barco en un trasiego multicolor que casi se convierte en una fiesta. En la cubierta inferior se hacinan personas, sacos, gallinas, cabras y cualquier cosa que quepa entre sus bancos y que hay que sortear en equilibrios para poder llegar a la pasarela que une el pequeño mundo del Ilala con el mundo exterior en cada escala, ya sea para trapichear en Nkhata Bay o para escuchar las campanas de la imposible catedral de Likoma Island.
Tres días de travesía en el Ilala sin otra cosa que perder la mirada en el horizonte de agua, observar el circo en cada parada en puerto, extraviarse en los tonos dorados del amanecer sobre las velas de los dhows o seguir la línea verde y ondulada de los montes que serpentea por todo el país. En Likoma me despedí del barco que fue mi casa africana por unos días y, tras sellar el pasaporte en la barra del destartalado bar, una barca acercó Mozambique a mis pies.
(Malawi, agosto de 2008)
(Malawi, agosto de 2008)
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ILALA (LAKE MALAWI)
The weather changed on the Nyasa waters. As the landscape.
After the uniform Zambian highlands, dry and sunny, where miles of short trees stretched endlessly on either side of the red clay tracks, the entry into Malawi was accompanied by a change in vegetation and in the sky, a chromatic shift becoming fields greener and clouds darker.
Changing of border was just a bureaucratic procedure. Overcrowded truck lines and hawkers' markets in Nakonde to leave the Zambian side; a solitary hut in Chitipa where Malawi officials dozed and played bao. Some smiles, some meekness in my face and a few words in their language were enough to get the stamp on the passport and set off for the lakeshore. Along the way, almost imperceptibly, gradually is where you begin to realize that you really are in another country, not just having crossed a political line drawn on the map between the former colonies of Northern Rhodesia and Nyasaland, or between the modern states, but being in a different place. Slowly the tracks begin to gain altitude over the valleys and to draw curves climbing the mountains that stand in the road. The clouds invade the corners of the sky, first as stray sheep, then as whole herds in muddy wool. The trees look greener and leafier, dressed in new clothes, until finally baobabs appear. With their odd and wrong shape, origin or result of lots of legends, their plump trunks and branches willing to be roots in the wind, a tree upside down. Also comes the people, Malawi frequent smiles, greetings by the road, Muli bwanji?, Ndili bwino.
And now the lake. Lake Malawi or Nyasa is the country. Lake and nation stretch endlessly from north to south intertwined and inextricably bound in perfect symbiosis. Like his brother in the north, Tanganyika, Lake Malawi is disguised as ocean and empty its waves and gales against the shore when it gets angry, not letting spot its limits even with a sharp view. Boats and fishes that dwell in it dream it as the sea .
Ilala was in a significant delay since the stops north of the lake. The night was slipping slowly while waiting for the coming of the boat, dodging hungry ants amomg poor Mosi beers and local music. When it finally arrived, there was no time to take the deck and try to sleep lying on mats by starlight struggling with mosquitoes. We were spied by a rat during the lightless hours. At dawn, the rain came suddenly in violent waves that flowed from the green hills inland and forced us to shelter soaked in a rush. Weather changed substantially entering the lake. For a few days the scorching sun of Africa was on vacation.
Ilala is reluctant to retire. A 1940s steamer that drags its length on the African freshwater defying all navigation rules. Basic route and unavoidable means of transport for shore dwellers who must travel along and across the lake to keep on living day by day. Three decks and tons of rust. Frequent stops along the weekly route where local boats and canoes exchange passengers and cargo with the ship in a colorful coming and going that almost becomes a party. The lower deck is crowded with people, bags, chickens, goats and anything that fits between the benchs and must be avoided keeping balance to get the gangaway that connects the small world of Ilala with the outside world at each stop, to fiddle in Nkhata Bay or to hear the bells of the impossible cathedral in Likoma Island.
Three-day cruise on the Ilala just looking at the horizon of water, watching the circus at every stop in port, wandering in the golden hues of sunrise over the sails of dhows or following the green and wavy line of the mountains that winds around the country. At Likoma I said goodbye to the ship that was my African home for a few days and, after getting my passport stamped at the ramshackle bar, a boat approached Mozambique at my feet.
(Malawi, August 2008)
(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó
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