Desde la distancia ya se aprecia la gran nube de falso humo que se levanta desde el abismo. El ruido no llega hasta aquí como debió de alcanzar los oídos de Livingstone cuando se topó con semejante fractura en el curso del Zambeze allá por año de 1855. De momento las cataratas no son más que un borrón desdibujado en el horizonte, hasta que no me acerque al agujero no me ensordecerá el trueno y el relámpago como debió de sucederle al médico escocés. Entonces cobrará verdadero significado la denominación vernácula del salto de agua,
Mosi oa Tunya, el humo que truena. Y empapa.
Zambia y Zimbabwe se reparten los honores de albergar esta obra de la naturaleza y su frontera se estrecha vorazmente hasta tocarse y navegar sobre las aguas del Zambeze. También Botswana e incluso Namibia se estiran lo que pueden pero se quedan cortos en esa gran reunión de banderas que forman la confluencia de las cuencas del Zambeze y el Okavango. Con base en la ciudad de Livingstone en el lado zambiano o en Victoria Falls en el estado vecino, los turistas nos disputamos ávidos las mejores vistas de la cortina de agua y vapor que se desmelena y desploma sin contemplaciones entre ambos estados. Un puente sobre el vacío une las dos orillas sobre un desfiladero preñado de ecos y desde donde los valientes o inconscientes saltan atados de una goma.
Desde Zimbabwe la vista a la cataratas, previo pago de la tarifa correspondiente, es más amplia que desde la orilla opuesta. Desde el paseo que comienza a los pies embotados de bronce del mismísimo Livingstone se despliega una desfile de saltos de agua de nombres cada vez más sonoros que se van despeñando sucesivamente desde promontorios basálticos de formas caprichosas. En temporada seca parece que el caudal de agua es algo raquítico y decepcionante pero, en cambio, en época de lluvias el flujo es tan abrumador y el telón de agua pulverizada es tan enorme que poco se puede llegar a ver de la faena amén de salir calado hasta los huesos. Pero parece que llego en el momento justo pues ahora, entre ambas temporadas, no hay mucho ni poco de lo uno ni de lo otro lo que me permite disfrutar de un buen espectáculo sin ahogarme en el intento.
Devil's Cataract, Linvingstone Island, Main Falls, Horsheshoe Falls, Rainbow Falls..., los diferentes atributos van desfilando casi al alcance de la mano mientras la nube de spray en ciertos momentos amenaza con robarme la visión, en oleadas de millones de gotas, hasta que, cerca del final del camino, el arcoiris doble surge suspendido de la nada como un espejismo. A los pies, el tumulto de olas blancas en el que se comprime de manera inverosímil toda la anchura del Zambeze busca la salida retorciéndose como una serpiente entre altas paredes rojas.
Desde el aire las cataratas impresionan más si cabe. A pesar del precio y lo breve del vuelo merece la pena el cambio de perspectiva. El tajo en la tierra cobra toda su dimensión desde el helicóptero alargando la humareda de lado a lado. Casi me da vértigo observar como el agua verdosa que hasta entonces ha circulado con suave parsimonia se precipita de manera feroz contra las rocas del fondo del abismo cortadas por un cristal, sin nada que las detenga, como si desapareciesen por un desagüe que se llevara el río de pronto a otra dimensión.
Con sus 1,7 kilómetros de ancho y sus 108 metros de altitud, la Cataratas Victoria se reparten junto con las del río Niágara y las del Iguazú el privilegio mundial del asombro y las bocas abiertas. No son las más altas de Africa, no sé si las más hermosas, pero sin duda sí las más celebres y descomunales del continente.
(Cataratas Victoria, agosto de 2011)
(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó