Jamás he estado en las Pribilof, esas islas del Mar de Bering hacia las que ponían proa en la maravillosa película El Mundo en sus Manos de Raoul Walsh. De momento me he quedado en la Alaska continental. Pero esa frase exclamada al frío viento del océano en el celuloide de 1952 siempre me ha sugerido las aventuras y emociones que, de alguna manera, intento encontrar en mis viajes.

sábado, 8 de febrero de 2014

LAMAS Y MOTOCICLETAS (MUSTANG, NEPAL)



Las cosas están cambiando en el Reino del Mustang y me temo que pronto se habrá transformado en algo diferente. La construcción de la pista que enlaza el aeródromo de Jomsom con Lo Manthang y más allá hasta la frontera china permite la circulación de vehículos todo terreno por el corazón del reino abriendo las puertas a la llegada del futuro. Donde antes eran sólo aldeas, gompas y ganado ahora son también lodges con menú, ducha caliente y servicio de transporte. Ahora los lamas budistas conviven con las motocicletas.

Aunque perteneciente políticamente a Nepal, el reino es uno de los lugares donde más puro se ha conservado el budismo tibetano a resguardo de los desmanes chinos al norte de la frontera. La influencia china se deja notar en la vida diaria pues no en vano el gigante asiático se encuentra a pocos kilómetros de distancia, pero la cultura tibetana ha conseguido resistir y conservar su entidad protegida en las alturas tras los Dhaulagiris y los Annapurnas. Hasta los feroces guerreros Khampas se refugiaron en estas montañas en su lucha contra Pekín como el último reducto de su independencia.

Por el sur, el influjo nepalí se cuela en las bodegas de los aviones desde Pokhara y el turismo va poco a poco abriéndose camino. Sin embargo, aún es un triunfo llegar por tierra a las puertas del Alto Mustang en Jomsom como Olatz y yo pudimos experimentar en un accidentado trayecto por la garganta del Kali Gandaki que convirtió la media hora de avión en dos días de autobuses destartalados y abarrotados, vadeos interminables, desprendimientos, corrimientos de tierra y puentes desaparecidos. Una dura pero enriquecedora experiencia

Aún es posible hoy recorrer las tierras altas del Kali Gandaki hasta la mítica Lo Manthang y sentir algo del asombro y misterio que cautivó a Michel Peissel cuando en 1964 se adentró en el Mustang. A pie, en contacto con la tierra, caminamos durante varios días por los polvorientos senderos y collados de un mundo detenido entre Tibet y el Himalaya donde aún la magia espera a la vuelta del camino.

(Reino de Mustang, agosto de 2013)

(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

JIRAFAS EN EL SAHARA (TASSILI N'AJJER, ARGELIA)



En el fondo de la cueva dormía una jirafa. Recostada sobre sus patas, con su largo y esbelto cuello alargado, me saludó agitando sus interminables pestañas. Las manchas rojas saltaban desde su piel canela y, con una mirada cómplice, esbozaba una sorprendente sonrisa. Parecía absolutamente viva, a punto de alzarse sobre sus delgadas patas y echar a correr contra la brisa. Pero no pudo moverse porque la jirafa no era real sino que estaba pintada sobre la pared de la cueva.



Esa fue la primera de la muchas jirafas que pude encontrarme en mi periplo por las arenas y rocas del desierto del Tassili N'Ajjer, en el fondo de Argelia, donde las fronteras con Libia, Mali y Niger se funden en un océano petrificado. Los diferentes macizos, como fortalezas lunares, alzan sus murallas en medio de las arenas saharianas donde esconden tesoros resguardados del tiempo. Desde que Henri Lhote las sacara a la luz, las pinturas rupestres del Tassili no han dejado de asombrar y de provocar intensos debates y hasta las más fantásticas teorías. Pero lo que sí demuestran es que, hace miles de años, donde ahora se extienden esos desiertos desolados, crecían entonces fértiles tierras inundadas por ríos y lagos donde abundaba una fauna propia de la sabana y donde florecían pueblos ahora olvidados.

Sin llegar a subir hasta la elevada meseta de Jabbaren dode aguardan los gigantes, en el Tassili Tadrart ya es fácil encontrarse en las paredes o al abrigo de las cuevas, con jirafas, elefantes, leones, bisontes o hipopótamos que observan desde los pozos del tiempo como si nunca se hubieran ido. La erosión del desierto ha sido inclemente con las pinturas que a duras penas resisten el embite en el fondo de las grutas o a cubierto de bóvedas de piedra, pero aún es posible maravillarse con las estilizadas líneas que dibujan el contorno de las jirafas, la mano maestra que trazó con tanta habilidad las gráciles patas y cuellos, que reflejó con tanto detalle su perfil efímero.

En las paredes de roca las tallas resisten mejor la erosión y brillan al sol como recién esculpidas. Entre enormes paquidermos y restos de escritura, tres hermosas jirafas parecen querer escapar de la piedra y trotar por los cañones en busca de un río.

Muchas cosas me conquistaron en el Tassili. Como sus jirafas.

(Tassili Tadrart, diciembre de 2012)






(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

LLAMARADAS (CIRCO DE GREDOS)



A medida que asciendo a Los Barrerones comienza a clarear. Por el este el cielo palidece y las agujas de los Galayos se recortan contra un fondo de papel anaranjado. Desde la cumbre de La Mira la mañana avanza en rojo y fuego hasta alcanzar el circo de la laguna grande de Gredos.

La noche se escapa más rápidamente que los crampones acuchillando la nieve y enseguida alcanzo el punto donde la huella desciende hacia el hielo. Desde allí, soberbio mirador, se despliega toda la corona de cumbres que encierran el circo como una gran muralla almenada. Las rocas y la nieve, hasta entonces difuminadas en las sombras, de improviso, se inflaman y arden con fuego súbito que arranca destellos dorados de las cumbres. La Cabeza Nevada, la Galana, el Almanzor, todos los monarcas refulgen por unos instantes saludando al amanecer mientras una luz naranja inunda todo el cordal en un baño de estío. Por un momentos las cimas parecen irreales, extraídas de un sueño dulce, como islas de sol flotando sobre un mar frío y oscuro.

Bajando hacia el circo, el cielo se va tornando cada vez más azul y la nieve cada vez más blanca. El fuego se extingue a cada paso y ya sólo quedan ascuas y cenizas. El alba apenas ha durado un suspiro entre la noche y el día.

(Sierra de Gredos, 26 de enero de 2014) 





(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

jueves, 6 de febrero de 2014

HACIA EL CIELO (SOSSUSVLEI, NAMIBIA)



Una escalera de arena, una rampa de semillas de oro que se van desmoronando a cada paso. Es fácil seguir la huella pues sólo hay un lugar donde posar el pie. Cada vez un poco más cerca del cielo y más lejos de infierno. El calor aprieta en la sartén namibia a cada minuto y en Deadvlei los árboles secos ya deben de estar ardiendo. A nuestros pies las charcas efímeras de Sossusvlei brillan al sol africano reflejando las formas onduladas de las dunas. La línea sinuosa que perfila el horizonte de la duna invita a recorrerla. Millones incontables de granos de arena se amontonan a refugio del viento hasta erigir en el desierto gigantescas montañas rojas que se encadenan hasta formar un laberinto de cuerdas invisibles. Una cumbre de aire a punto de deshacerse con un soplo.

Paso a paso Olatz y yo continuamos nuestra marcha hasta la cumbre donde no nos espera nada más que el otro lado. Y unas vistas magníficas del desierto namibio.

La foto pertenece a la mano maestra de Miguel Ángel Sánchez.

(Desierto del Namib, agosto de 2011)


(c) Copyright del texto: Joaquín Moncó

jueves, 23 de enero de 2014

K1 (KARAKORUM, PAKISTÁN)



Cuando el teniente Thomas George Montgomerie dirigió su teodolito hacia el noroeste aquel 10 de septiembre de 1856 divisó dos elevadas cumbres que destacaban como altos mástiles sobre un mar de olas petrificadas. Hasta donde alcanzaba su vista se extendía un océano de montañas nevadas, de hielo y piedras torturadas, que a golpe de marea, con un reflujo de aguas sólidas, iba a estrellarse silenciosamente contra esas cimas

Desde el monte Haramukh, en la Cachemira india, a casi 5000 metros de altitud, Montgomerie contempló, confundida con el horizonte, la vasta dorsal del Karakorum que hasta entonces había pasado inadvertida a ojos occidentales. Sobre tal abundancia de cumbres colosales, hubo dos que, desde aquella posición y distancia, destacaban sobre el resto de manera evidente, lo que le llevó a enumerarlas en primer lugar en su catálogo. Para bautizarlas no fue muy ingenioso, ni afortunadamente las asoció a ningún insigne personaje que jamás se acercara a ellas, como sucedió con el vecino Everest. Una letra y un número bastó para que entraran por primera vez en los registros y archivos. K1 y K2. K de Karakorum.



Curiosamente, la que recibió el número 1, porque desde aquel lugar a Montgomerie le pareció la más alta, no es la más elevada de las dos, ni de las montañas circundantes. Al K1 posteriormente se le otorgó la denominación local mucho más atractiva de Masherbrum y actualmente se sitúa como la novena cumbre más alta del Karakorum con 7821 metros y la vigésimo segunda del mundo. Su magnífica mole que culmina en una doble cumbre se erige entre el glaciar de Baltoro y el valle de Hushe desafiando en belleza a montañas de más renombre que la rodean. Desde entonces, a la sombra de tanto hermano mayor que se lleva los focos, el Masherbrum permanece algo olvidado y, por su dificultad y por no alcanzar la fútil línea de los ocho mil metros, no ha recibido muchas ascensiones.

Cuando remonté el Baltoro el destino quiso que, a pesar de su tamaño, no pudiera ver la montaña en todo el recorrido. Una espesa y pertinaz muralla de nubes se negó a dejarme atisbarla durante días. Sin embargo, una vez abandonada Concordia y los dominios de los ochomiles, tras descender del Gondogoro La y recorrer el elegante valle de Hushe, pude contemplarla a mi antojo bajo un cielo azul y soleado. Desde ese lado la esbelta presencia que luce desde el Baltoro se torna en porte poderoso y colosal y me resultó imposible no girarme continuamente para comprobar si me estaba mirando.

La otra K de Montgomerie, el K2, resultó a la postre ser más alto que su vecino, hasta convertirse en la segunda cima más elevada del planeta, diamante perfecto, sueño casi imposible, amenaza constante. Aunque le buscaron nombres locales por todos lados ninguno llegó a cuajar y las frías cifras que el teniente le otorgó aquél día lejano en la cima del monte Haramukh han pervivido y entrado en la leyenda.

Sin embargo, el Masherbrum, durante un tiempo, fue el número uno.

(Karakorum, agosto de 2012)




(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó