Charlie era grande y gris, aunque a la luz poniente de la tarde su piel rugosa se tornaba rosada, siena y algo de chocolate. Charlie tenía dos enormes orejas recortadas, dos gruesos colmillos algo sucios y cinco patas.
Charlie habitaba entre las hierbas y árboles al norte del río Luangwa, donde los hipopótamos dormitaban en espesos grupos de piel roja. Aún no nos habían presentado pero Charlie se encargó de hacerse notar.
La primera vez que le vi fue como un espejismo. Dando botes en el asiento, mientras las moscas tse-tse se daban un festín en mis pantorrillas, el todoterreno nos acercaba al Buffalo Camp desde la entrada del parque por la pista de arcilla a la sombra escuálida de los árboles donde habitaban los marabúes. En una curva del camino llegamos a un vado de piedras blancas que cruzaba el fantasma de un río y, antes de abandonar las frondas, me pareció divisar el rostro inconfundible de un elefante delante de nosotros. Pero la visión se esfumó en un segundo. Sin embargo, lo que me pareció un sueño se convirtió, al salir al claro, en enorme realidad.
Charlie alzaba su estatura colosal al otro lado del río, ocupando la salida del vado, y de ninguna manera parecía dispuesto a ceder el paso. Sin duda había bajado a beber al arroyo y de repente se había encontrado con ese otro animal ruidoso y feo que pretendía cruzar por el otro lado. Paramos el motor y nos observamos mutuamente con respeto. No era cuestión de disputarle el territorio. Además Charlie no parecía estar de muy buen humor. Agitó sus orejas furiosamente como dos gigantescos abanicos y balanceó la trompa amenazadoramente. Barritando irritado, caminó de atrás adelante haciendo amagos de cargar. Y para colmo tenía cinco patas... Elefante enfadado y en celo... mala combinación.
Charlie gruñó, bufó, resopló, nos miró con muy mala cara, pero al final, optó por llevarse su enojo a otra parte mientras bamboleaba su corpachón río arriba sin cesar de volverse a mirarnos. Con mucho cuidado, reemprendimos la marcha y cruzamos a toda pastilla rebotando contra las rocas del lecho rezando para que el coche no se parara y Charlie no cambiara de opinión.
En el Buffalo Camp, cuando le narramos la aventura, Mark nos dijo que se trataba de Charlie, un visitante habitual del campamento y a quien seguro volveríamos a encontrar a no mucho tardar. La primera noche junto al río, intentando dormir bajo la telaraña de la mosquitera, un ruido me despertó. Algo que no eran los ruidos normales, aunque fascinantes, de la noche africana, ni siquiera el estruendo feroz de los búfalos cruzando la corriente bajo la cabaña, sino algo más cercano, justo al otro lado de la efímera pared de cañas. Algo que llamaba a la puerta. Por suerte, o desgracia, Mark nos había aleccionado sobre los posibles visitantes nocturnos y la precaución de cerrar bien la puerta de paja, si eso era posible, porque las hienas merodeaban a sus anchas y no era extraño que Charlie decidiera venir a saludar. La consigna, si aparecía, era no mover ni un músculo, no abrir la boca y no alumbrarle con la linterna a los ojos. Como si no existiera. El ruido fue creciendo en intensidad, como si alguien estuviera barriendo el techo de la cabaña o pretendiera echarlo abajo. De repente tuve una revelación: Charlie se estaba comiendo el techo de la cabaña. Mala idea intentar hacerle cambiar de menú. Que le aprovechara. Mejor quedarme quieto como una estatua con la vista fija en el cielo negro esperando de un momento a otro ver su hercúlea cabeza aparecer contra el fondo estrellado en busca del postre. Poco a poco el ruido fue cesando y me quedé dormido en un sueño inquieto de extrañas sombras.
A la mañana comprobamos que Charlie se había dado un buen banquete pues parte del techo de la cabaña estaba en el suelo pero por suerte parece que no le gustó demasiado. En el fondo me cayó bien Charlie.
(North Luangwa, agosto de 2008)
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CHARLIE (ZAMBIA)
Charlie was big and grey, but on the setting afternoon light his rough skin turned pink, sienna, and some chocolate. Charlie had two huge clipped ears, two large and somewhat dirty tusks and five legs.
Charlie lived among the grass and trees north of the Luangwa River, where hippos were dozing in thick red skin groups. Although we had not been introduced but Charlie managed to get himself noticed.
The first time I saw him was like a mirage. Bouncing on the seat, while the tsetse flies feasted on my calfs, the 4WD got us closer to the Buffalo Camp from the park entrance on the dirt track in the shade of the squalid trees where marabou dwelt. At a bend in the road we came to a white stones ford that crossed the ghost of a river and, before leaving the foliage, I thought I spotted the unmistakable face of an elephant in front of us. But the vision was gone in a second. However, what it seemed like a dream became, out of the clearing, tremendous reality.
Charlie raised his colossal stature across the river, filling the ford's exit, and in no way he seemed willing to yield. No doubt it was down to drink by the stream and had suddenly found that other noisy and ugly animal intending to cross the other side. We stopped the engine and we looked each other with respect. There was no question of challenging the territory. Moreover Charlie did not seem in very good mood. He waved furiously his ears as two giant fans and swung the trunk menacingly. Trumpeting angrily, he walked back and forth making threats of charge. And to top he had five legs... Angry elephant in heat ... bad combination.
Charlie grunted, snorted, puffed, looked at us with an angry face, but eventually he chose to take his anger elsewhere swaying his bulk upriver while looking back to us constantly. Carefully, we resumed the way and crossed at full speed bouncing on the riverbed rocks and praying that the car did not stop and Charlie did not change his mind.
At Buffalo Camp, when we narrated the adventure, Mark told us that it was Charlie, a frequent visitor to the camp and who for sure we would meet again not much later. The first night by the river, trying to sleep under the web of mosquito net, a noise woke me up. Something different to the usual but fascinating sounds of African night, not even the fierce thunder of buffalos crossing the stream under the hut, but something closer, just across the ephemeral wall of reeds. Something knocking on the door. Fortunately, or unfortunately, Mark had told us about possible nocturnal visitors and the precaution to lock the door of straw, if possible, because the hyenas prowled at ease and it was not surprising that Charlie decided to come say hello. The order, if he appeared, was not to move a muscle, not open your mouth and never shine the flashlight into his eyes. As if he was not there. The noise grew louder, as if someone was sweeping the roof of the cabin or intended to cast it down. Suddenly I had a revelation: Charlie was eating the roof of the cabin. Bad idea to try to change his menu. Have a nice meal!. Better lie still like a statue staring at the black sky and expecting to see any moment his Herculean head appear for the dessert against the starry background. Gradually the noise ceased and I fell asleep in a restless sleep of strange shadows.
In the morning we found that Charlie had had a good meal since part of the cabin roof was lying on the ground but luckily he did not like it too much. Actually I liked Charlie.
(North Luangwa, August 2008)
(North Luangwa, August 2008)
(c) Copyright del texto y de las fotos : Joaquín Moncó
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