Jamás he estado en las Pribilof, esas islas del Mar de Bering hacia las que ponían proa en la maravillosa película El Mundo en sus Manos de Raoul Walsh. De momento me he quedado en la Alaska continental. Pero esa frase exclamada al frío viento del océano en el celuloide de 1952 siempre me ha sugerido las aventuras y emociones que, de alguna manera, intento encontrar en mis viajes.

miércoles, 13 de julio de 2011

FÚTBOL EN LA PLAYA (PANGANE, MOZAMBIQUE)



Teníamos partido.

En el lugar menos pensado, junto a las aguas transparentes y suaves del Océano Índico, sobre la caliente arena dorada de sus playas, teníamos partido. Y no era para tomárselo a broma.

Habíamos conseguido llegar hasta Pangane desde Pemba bordeando por tierra la brillante costa de alas y velas, a pesar de quedar alguna vez embarrancados en el inexistente camino entre palmeras y brazos de mar, dejando atrás las langostas y la marrabenta de la Ilha, donde la línea de Mozambique se endereza hacia el norte rumbo a Tanzania.  Al final de la delgada lengua de tierra, un lugar en ninguna parte, a la espalda de Ibo y las Quirimbas, encontramos un rincón solitario bajo los cocoteros, que dejaban caer sin avisar sus verdes bombas con un sonido sordo, al borde mismo del agua africana donde las barcas sesteaban sobre la arena junto a los pescados puestos a secar y las voces de las aves. Un hermoso lugar para perderse bajo el cielo agujereado por millones de estrellas y una luna serena cada noche.

Junto a la playa, entre los troncos curvados de las palmeras estaba el pueblo, un breve entramado de chozas y callejas que siempre daban al mar. Y en el pueblo, la gente, tranquila, amable, sonriente, remendando las redes, preparando la comida, deslizándose por la vida. Y junto al pueblo, los blancos recién llegados acampados en la playa. Entre risas y saludos portugueses nos atrevimos a proponerles un partido de fútbol. Una manera de pasar la tarde. Jamás nos imaginamos que tan simple propuesta se iba a convertir en tan magno acontecimiento. No iba a ser sólo un  juego.

Dando una vuelta por el poblado horas después, pegado a un cocotero, nos topamos con un papel en el que se convocaba a los habitantes a asistir al encuentro de fútbol entre el equipo local y los blancos visitantes. Una convocatoria en toda regla. Como trofeo, un balón que habíamos comprado para la ocasión y que aparecía representado en el cartel. Un hacha dibujada al lado nos dió qué pensar. ¿Por si ganábamos el partido?


El campo de fútbol era casi una prolongación de la playa. Díficil correr entre tanta arena. Las sombras de las palmeras no llegaban al claro por lo que el calor tampoco ayudaba. El equipo local ya entrenaba dando vueltas al terreno cuando llegamos, equipados de coloridas camisetas, con pinta de equipo profesional. Nosotros, apenas uniformados con las camisetas que ellos mismos nos prestaron, conseguimos reunir un número de gente suficiente para poder jugar gracias a unos americanos y otros españoles que encontramos por allí. La multitud ya se apretujaba alrededor del campo con sus rostros asombrados y felices esperando ver el espectáculo.

El resultado del partido fue lo de menos. A duras penas conseguimos pasar de medio campo y no hundirnos en los bancos de arena o ahogarnos bajo el espeso calor. Creo recordar que nos metieron 3 ó 4 goles. Al final, posiblemente por caridad, conseguimos zafarnos de su defensa y batir a su portero. El gol del honor. Y ahí se desató la locura. Como si todo el mundo hubiera estado esperando ese momento, el gol de los blancos, todos los presentes estallaron en gritos, vítores, aplausos, cánticos, piruetas, invadiendo el terreno de juego y festejando la proeza con abrazos y saludos en una apabullante muestra de jovialidad. Ni recuerdo la de manos que estreché y caras que saludé, todas sonrientes, de ojos brillantes. Y cuando les entregamos el balón como trofeo, todos reventamos de alegría.

Aquella tarde nos vapulearon en Pangane, pero fue una de las mejores derrotas de mi vida.

(Pangane, agosto de 2008)




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FOOTBALL ON THE BEACH   (PANGANE, MOZAMBIQUE)

We had a football game  

In an unlikely place alongside the clear and mild waters of the Indian Ocean, on the warm golden sand of its beaches, we had a game. And it was not to take it lightly.

We managed to reach Pangane from Pemba by road along the bright coast of wings and sails, despite being stranded once in the missing way between palm trees and shallow waters, leaving behind the lobsters and marrabenta of Ilha, where Mozambique's line straighten northbound to Tanzania. At the end of the thin land strip, a place anywhere, at the back of Ibo and the Quirimbas, we found a solitary corner under the coconut trees that dropped their green bombs with a thud without warning, at the African water's edge where boats dozed on the sand next to the fish left to dry and the voices of birds. A beautiful place to get lost under the sky pierced by millions of stars and a serene moon every night. 

Next to the beach, among the bent trunks of palm trees was the village, a short network of huts and lanes looking always to the sea. And in the village, the people, quiet, friendly, smiling, repairing their nets, cooking the meal, gliding through the life. And next to the village, the white newcomers camped on the beach. Between laughter and Portuguese greetings we dared to propose a football match. One way to spend the afternoon. We never imagined that such a simple proposal would make such a great event. It would not be just a game.

Walking around the town hours later, clinging to a coconut tree, we saw a paper on which the inhabitants were summoned to attend the football match between the local team and the white visitors. A real call. As a trophy, a ball that we bought for the occasion and that was drawn on the notice. An ax drawn next made us wonder. What if we won the game?

The football field was almost an extension of the beach. Hard to run through so much sand. The shadows of the palm trees did not cover the clearing so the heat did not help. The home team was warming up around the field when we arrived, dressed in colorful shirts, looking like a professional team. Barely uniformed with shirts that we were given, we managed to gather a number of people enough to play thanks to two Americans and other Spaniards that we found. The crowd already huddled around the pitch with amazed and happy faces waiting to see the show.

The score was not important. We hardly managed to cross the midfield and not to sink into the sand banks or choke under the thick heat. I remember that we got 3 or 4 goals. In the end, possibly for charity, we managed to break out of their defense and beat their goalkeeper. Our only goal. And madness unleashed. As if everyone had been waiting for that moment, the goal of the whites, all people burst into shouts, cheers, applauses, chants, twirls, invading the pitch and celebrating the feat with hugs and greetings in a overwhelming array of cheerfulness. I do not remember how many hands I shook and how many faces I greeted, all smiling, bright-eyed. And when they were given the ball as a trophy, all of us burst in joy.

That afternoon we were trounced in Pangane, but it was one of the best defeats of my life. 

(Pangane, August 2008)


(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

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