Las nubes plomizas seguían cubriendo el cielo sin dar tregua. De nuevo amenazaba lluvia. El sonido de las gotas sobre el barro y las pisadas en los charcos componían la banda sonora de esos días. Tal vez al día siguiente amaneciera despejado para poder atravesar el glaciar.
Antes de llegar a McCarthy es preciso abandonar los vehículos para poder cruzar un puente. La furgoneta tuvo que quedarse atrás y unos carritos ayudaron a pasar las mochilas al otro lado sobre las aguas aceradas. Allí se levanta el pueblo como un auténtico puesto de frontera, como sacado de una película del oeste, al borde del inmenso y blanco parque nacional Wrangell-Saint Elias que se extiende por hielos y montañas hasta el límite con Canadá donde cambia de nombre pero no de identidad. Desde McCarthy, otra furgoneta nos acercó hasta el final de la carretera, al último pueblo, casi imposible, un pueblo fantasma.
Kennicott existe en el mapa casi de milagro. Gracias a que un lujoso lodge se ha instalado en sus calles olvidadas, a que el infinito mar de hielos comienza en la puerta de atras. Porque Kennicott apenas es. Sus casas de paredes rojas se desmenuzan con la lluvia y el granizo, las chimeneas oxidadas combaten el viento gélido que viaja embozado, las puertas y ventanas ya no esconden nada tras los cristales rotos. Kennicott cumple a la perfección el mito clásico del pueblo minero abandonado, el de la fiebre del oro de London o Chaplin, el que una vez fue luces, risas y disparos, música en los balcones y oro en los bolsillos, pero que con el fin de los sueños quedó vacío y sin alma como un vago recuerdo de luna nueva. Sueños de hoy, pesadillas de mañana. Los edificios de madera se elevan sobre las colinas que dan al río perdiéndose entre los árboles y vegetación que crecen sin freno. Los osos negros se atreven a pasear por sus sombras en busca de comida o de turistas desprevenidos. Algunas casas, sin embargo, lucen pintura fresca y cristales nuevos, algo se va restaurando mientras la compañía de guías de montaña anuncia travesías y escaladas en el hielo anciano del glaciar.
El tiempo no mejoraba y, como era inevitable, la lluvia espesa comenzó a caer sobre Kennicott tamizando la luz de la tarde. El cuerpo pedía quedarse a pasar la noche en las calles abandonadas del pueblo, plantando la tienda en cualquier rincón o buscando un techo sin agujeros, porque las habitaciones alfombradas del lodge quedaba fuera de lugar. Pero el plan era acampar en la morrena del glaciar Root para cruzarlo al día siguiente hasta el otro lado de la lengua de vidrio, aunque hubiera que cenar con el chubasquero puesto, por lo que, aplastados por el peso de las mochilas y los sombríos nubarrones, asaltados por la lluvia constante, seguimos el sendero valle arriba dejando que el esqueleto de casas rojas de Kennicott continuara durmiendo y soñando con oro.
(Kennicott, agosto de 2009)
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GHOST (KENNICOTT, ALASKA)
The grey clouds were still covering the sky without respite. Expecting rain again. The beat of raindrops on the mud and footprints in the puddles composed the soundtrack to those days. Maybe next day it dawned sunny to cross the glacier.
Before coming to McCarthy the cars must be left aside to cross a bridge. The van had to stay behind and some trolleys helped to pass the backpacks across on the steely waters. There stands the village as a real frontier post, like something out of a western movie, at the edge of the vast and white Wrangell-Saint Elias national park that spans on ice and mountains to the Canadian border where it changes name but not identity. From McCarthy, another van took us to the end of the road, to the last village, almost impossible, a ghost town.
Kennicott is on the map by a miracle. Because a luxurious lodge has installed on their forgotten streets, because the endless ice sea begins at the back door. Because Kennicott hardly is. Its red walls houses crumble in the rain and hail, rusty chimneys fight the cold wind that travels cloaked, doors and windows do not hide anything behind the broken glasses. Kennicott perfectly fits the classical myth of the abandoned mining town, London´s or Chaplin´s gold-rush, that once was light, laughter and gunfire, music on the balconies and gold in the pockets, but with the end of dreams became empty and soulless like a vague memory of new moon. Today's dreams, tomorrow's nightmares. Wooden buildings rise on the hills over the river disappearing among the trees and vegetation that grows wildly. Black bears dare to stroll through its shadows in search of food or unaware tourists. Some houses, however, look fresh paint and new windows, something is being restored as the mountain guides company proclaims treks and climbings on the old ice of the glacier.
The weather was not better and, inevitably, dense rain began to fall on Kennicott shading the afternoon light. The body required to spend the night in the deserted streets of the town, pitching the tent anywhere or looking for a roof without holes, as the carpeted rooms of the lodge were out of question. But the plan was camping on the Root Glacier moraine to cross it the next day to the other side of the glass tongue, even though we had to dinner with the raincoat on. So crushed by the weight of the backpacks and the gloomy clouds, assaulted by the constant rain, we followed the path up the valley leaving Kennicot's skeleton of red houses to sleep and dream of gold.
(Kennicott, August 2009)
(Kennicott, August 2009)
(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó
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