Jamás he estado en las Pribilof, esas islas del Mar de Bering hacia las que ponían proa en la maravillosa película El Mundo en sus Manos de Raoul Walsh. De momento me he quedado en la Alaska continental. Pero esa frase exclamada al frío viento del océano en el celuloide de 1952 siempre me ha sugerido las aventuras y emociones que, de alguna manera, intento encontrar en mis viajes.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

ESCALERA DE CRISTAL (ISLANDIA)



¡Ojo que resbala!

Los crudos días de invierno que cayeron en Islandia dejaron la isla tapizada de blanco y el agua convertida en cristal. Sólo los flujos más poderosos se libraban de la solidificación y conseguían mostrar el estado líquido ante el desplome de las temperaturas y los vientos árticos.

La cascada de Sjélalandfoss en la costa sur luchaba por mantener parte de su caudal sin petrificarse pero todo a su alrededor era puro vidrio y nata. Los peldaños que conducen al verde camino por detrás del chorro que se despeña desde las alturas apenas aparecían entre la nieve y el hielo, como una escultura moderna que remedase lo que debería ser una escalera. Aún así, conseguí encaramarme a ella con mucho cuidado agarrado tenuemente a los copos y carámbanos a riesgo de irme hasta abajo al menor resbalón. Lo de continuar por el sendero helado tras la cascada en esas condiciones lo dejé para los temerarios.

(Sjélalandfoss, diciembre de 2011)





(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

jueves, 13 de diciembre de 2012

COMO LA LUZ (NAMIBIA)



Dos lágrimas negras le surcan el rostro afilado en una eterna mueca de tristeza. La piel moteada de sabana se mezcla con el viento entre las briznas de hierba dorada que le rodean. Agazapado, temeroso, casi pidiendo permiso, se oculta entre las frondas observando el mundo con sus ojos de ámbar, esperando el momento de saltar y empezar a correr. Y entonces, se desata el huracán. Breve pero intenso, si no tiene éxito en los primeros instantes la presa a buen seguro se escapará pues nadie, ni siquiera él, puede manterner ese ritmo durante mucho tiempo. Es explosión, es rayo fulminante que desencadena la tormenta, pero enseguida se apaga en una nube pasajera, una ligera lluvia sobre las acacias.

El guepardo (Acinonyx jubatus) no es tigre ni es leopardo, no es león ni es jaguar, único en su género y especie, subsiste en las estepas del sur y el este africano mientras que aparece fantasmalmente en otros lares poco comunes como Irán  (A. j. venaticus) o el Sahel y el sur argelino (A. j. hecki). Fino, elegante, veloz como nadie, de 0 a 100 en un suspiro, resignado a que los matones de la sabana le roben las piezas cobradas, trino en lugar de rugido, fotografía movida, relámpago amarillo, fulgor al sol, como la luz.

(Norte de Namibia, agosto de 2011)








(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

jueves, 29 de noviembre de 2012

EN CAPILLA (MOZAMBIQUE)



La Capilla de Nuestra Señora del Baluarte (Nossa Senhora de Baluarte) está considerada el edificio europeo más antiguo construido en el hemisferio sur. Ahí es nada. Casi sin llamar la atención, la pequeña capilla encalada se esconde en un rincón al reparo de las altas murallas del Fuerte de San Sebastián mientras que las olas añiles del Índico que rodean la Ilha de Moçambique salpican sus paredes cada vez que rompen contra las rocas.

Por alguna razón el acceso al fuerte estaba cerrado esa mañana pero con un poco de mano izquierda, algunos meticais a trasmano y otro tanto de sonrisas conseguimos colarnos entre los muros de piedra del fuerte más antiguo que se conserva al sur del Sahara y poder visitar el recoleto edificio.

Un pórtico con varias arcadas cobijaba una puerta tachonada de óxido y unos escudos corroídos por el tiempo que daban acceso al interior del recinto. La bóveda blanqueada de varias nervaduras, dicen que uno de los mejores ejemplos del estilo manuelino en África, albergaba apenas un altar iluminado por la luz cruciforme del trópico que entraba por las ventanas. Sencillo pero solemne. Estar allí dentro, casi quinientos años después de su construcción, cuando esa costa swahili apenas era un borrón en los mapas europeos, fue en cierto modo emocionante.



Los intrépidos portugueses, después de haber doblado el Cabo de las Tormentas y superado el Cabo Agulhas, siguieron con la proa al nordeste cabotando la desconocida curva africana hasta llegar a encontrar los vientos que les conducirían a las Indias orientales y, más al norte, a la cultura swahili de bantúes y árabes a la que terminaron sumando su grano de arena. Los portugueses se establecieron en la Ilha en 1507 y en 1522 alzaron la capilla para dar gracias a su dios cristiano en aquella tierra diferente. El fuerte de San Sebastián comenzaron a edificarlo en 1558 y, como la capilla, ha resistido el paso de los siglos, las galernas, los ataques holandeses y la sangrienta guerra civil. Quizás se mantenga en pie otros quinientos años.

A toda velocidad, con un ojo puesto en los militares que por allí rondaban, conseguimos también echar un vistazo al fuerte, sus patios y las frescas cisternas, antes de salir por donde habíamos entrado y volver al sol del Índico medio milenio más tarde.

(Ilha de Moçambique, agosto de 2008)




 (c) Copyright del texto y de las fotos. Joaquín Moncó

martes, 27 de noviembre de 2012

CHULÍ (PAKISTÁN)



En la terraza del hotel Concordia en Skardu, una noche fresca junto al Indo, probé por primera vez ese manjar baltí. Pequeños, intensos, muy dulces. Tan parecidos a los nuestros pero distintos, casi como las personas. Sólo la prudencia ante posibles trastornos gástricos impidió que diera cuenta de la bandeja entera. Y es que los albaricoques del Baltistán son irresistibles.

A lo largo del camino que conduce a las montañas y las tierras más altas, los árboles avalanzan sus ramas cargadas con cientos de pequeñas esferas amarillas y anaranjadas. A sus pies el suelo está sembrado de tantas o más frutas que han ido cayendo desde lo alto y que a buen seguro no se desaprovecharán. En los tejados planos de las sencillas casas, alfombras naranjas de albaricoques puestos a secar decoran sin excepción todos los pueblos que van surgiendo a lo largo de la tortuosa carretera. Toda familia que se precie ha de poseer al menos un par de albaricoqueros que le reporte anualmente esa colorida cosecha. Frescos o secos no tienen desperdicio.

Después de pasar varios días respirando el delgado aire de las alturas nada puede agradecerse más, que degustar una fuente de albaricoques como con las que me agasajaron en el hermoso pueblo de Machulu.

Khubani en urdu, chuli en baltí, los albaricoques son un regalo en el Karakorum.

(Baltistán, agosto de 2012)





(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

martes, 20 de noviembre de 2012

LAILA (KARAKORUM, PAKISTÁN)



Nada más alcanzar el Gondogoro La, tras los abrazos y felicitaciones, la primera idea es girar sobre los talones para ver el K2 y las otras tres montañas de más de 8000 metros que asoman sobre el cordal de cumbres más cercanas. Pero aún es pronto. El ascenso al collado lo hemos efectuado de noche cuando las sombras ocultan las catedrales de hielo en las que se desmoronan los seracs y las grietas gigantescas que se abren a ambos lados de la huella. Aún no se ha despejado la oscuridad para poder contemplar los perfiles de las cumbres aunque las constelaciones en el cielo, Orión justo encima, tienden a disiparse con el fulgor que surge del este. Casi sin advertirlo, las siluetas de los colosos se van formando sobre un cielo cada vez más pálido y, al mirar al otro extremo, hacia la luz naciente, lo veo por primera vez.


Como una aguja afilada, el Laila Peak perfora el firmamento rosado quebrando el horizonte a la izquierda del glaciar de Gondogoro. Más allá, el valle de Hushe quiere encontrar las tierras más llanas donde los pastos verdean y los ríos se ensanchan, pero allí arriba, la punta de lanza del Laila  atrae todas la miradas convirtiéndose sin discusión en las estrella de esa vertiente. Al otro lado del collado, el K2, el Broad Peak y los Gasherbrum no tienen rival, incluso el Masherbrum insinúa guiños dorados en el amanecer, pero durante el resto de la jornada el Laila será quien acapare el protagonismo. El descenso delicado desde el collado, la larga caminata por la morrena central hasta el verde inesperado del campamento en Hispan, el crepúsculo desatado cuando el frío de la penumbra nos recuerda a qué altura estamos, siempre con el vértice inclinado dominando el horizonte.

Cuando cae la noche y las estrellas asaltan el cielo, antes de cerrar la cremallera de la tienda, observo como las pinzas y la cabeza del Escorpión con el ojo rojo de Antares se elevan inconmensurables justo sobre la punta del Laila.

(Baltistán, Karakorum, agosto de 2012)







 (c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

martes, 6 de noviembre de 2012

SALVAJES (TANZANIA)



Sin duda alguna fue una mañana con suerte. A veces te vas con las manos vacías y otras con los bolsillos llenos. Y esa mañana en Selous, con el horario apretado antes de coger la avioneta que nos llevaría como en un sueño hasta Dar es Salaam, estaba escrito que iba a ser de afortunados encuentros. Desde el momento en que, al despertar, sobre las sábanas blancas descubrí la presencia ancestral y amenazante del escorpión negro que deambulaba por ellas como por un mar de dunas, intuí que ese día podía ser único, que podía deparar más casualidades, más cruces de miradas furtivas, más intersecciones.

El avistamiento de fauna, como de cualquier otro fenómeno de la naturaleza, requiere altas dosis de paciencia, tenacidad y, sobre todo, de fortuna, pero esa mañana los astros estaban especialmente alineados. El leopardo trepado a la rama más alta del árbol sobre nuestras cabezas y su elegante paseo ante nuestras narices ya colmó todas las expectativas. Después vino la familia de leones, padre, madres, hijos, que nos ignoraron ampliamente mientras se dedicaban a amamantar y a ser amamantados. Y finalmente, cuando el todo terreno ya giraba el volante para regresar al campamento, en un rincón bajo las sombras de las hojas, casi invisibles, mimetizados con la tierra, tuvimos el tercer gran encuentro del día.


Difíciles de ver por lo escurridizos y por tener encima la espada de la extinción, los licaones (Lycaon pictus) se estiraban y solazaban tranquilamente a cubierto del sol abrasador. Bien conocidas son sus técnicas de caza, sus medidas estrategias grupales dignas del mejor general, su ferocidad al despedazar las víctimas, su apetito insaciable al devorarlas aún vivas. Sin embargo, contemplando esos perros allí tirados, rascándose las enormes orejas redondas, revolcándose en el polvo tratando de aplacar la mordedura de los insectos, jugando entre ellos entre gazñidos cómplices, en poco se diferenciaban de los perros del vecino en el jardín trayendo de vuelta palos en la boca. Capaces de engañar a cualquiera. Más perros que hienas, más mansos que salvajes, los licaones escondían a buen seguro bajo el coloreado pelaje curtido de retales diversos la ferocidad y el abismo que los separa de nosotros, la llamada de la selva, the call of the wild dog, el espanto del mito que convirtió a los hombres en lobos.

(Parque de Selous, agosto de 2008)



(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

martes, 30 de octubre de 2012

LA HERMANA PEQUEÑA (JORDANIA)



Para ver la grande primero hay que visitar la pequeña, como aperitivo. Hacerlo al revés, después de haberse asombrado por las altas tumbas y los colores inverosímiles de las piedras de Petra, despojaría a la pequeña de las virtudes que posee. Por eso, recién llegado de los corales y peces de Aqaba, antes de perderme por la gran avenida de cenotafios rojos, de arrodillarme ante la majestuosidad del Tesoro o trepar hasta las cúpulas del Monasterio, de intimar con la hermana mayor, me acerqué a conocer a la Pequeña Petra en Al Beidha.

Más que una Petra en miniatura, el breve cañón de Siq al Barid ofrece entre sus paredes un anticipo de lo que podemos llegar a encontrar atravesando el gran Siq. Allí tenemos el primer encuentro con las fachadas clásicas brotando de la piedra, los estrechos pasajes entre altos muros verticales, las gastadas canalizaciones de agua, los peldaños que tratan de evadirse del tiempo y que ya no se sabe si llevan a alguna parte, los nichos y vanos oscuros que bostezan desde la sombra, las rocas erosionadas en formas grotescas, el tono rosado que lo envuelve todo, la misma luz. Incluso, batiendo a la gran Petra, podemos contemplar tras una reja oxidada las pocas pinturas nabateas que se han conservado en sus tumbas.

Pero la Pequeña Petra no era más que eso, una mínima joya que paladear antes de zambullirme de cabeza en el gran tesoro. La otra Petra me esperaba al cabo de la noche.

(Pequeña Petra, abril de 2012)







(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

OASIS DE PIEDRA (WADI RUM, JORDANIA)



Nada más caminar por la arena me doy cuenta de dónde estoy. Mis pies se niegan a avanzar torpemente atrapados por ese velo espeso de millones de cristales tostados que alfombran todo el cañón. En unos minutos el horizonte se comprime en una franja escuálida que se aprieta entre las altas paredes horadadas que amurallan el camino. La luna  apenas se atreve a asomar en un cielo aún claro sobre las ciclópeas azoteas resquebrajdas que coronan las colosales formaciones de arenisca desbastadas por el viento. Cuando cae la noche, arropado por la jaima de negra piel de oveja, observo cómo los planetas y estrellas también inician su periplo y las formas grotescas de las piedras toman con las sombras apariencias siniestras.



El Wadi Rum se extiende durante kilómetros en un laberinto de arena y piedras que más vale conocer bien si no se quiere acabar para siempre dando vueltas en él. El todo terreno ayuda a correr por las pistas y las dunas aún a riesgo de quedar encallado varias veces y solucionarlo a base de brazos y empujones. Cuando llevo un rato dando tumbos en la caja del jeep ya me parece que he pasado varias veces por el mismo sitio, que esa roca o esa duna ya estaban allí antes, cuando en realidad cada imagen es diferente y el paisaje no deja de asombrar a cada recodo.

Pirámides de granito, columnas agujereadas, una sensación extraña de piedra derretida que se derrama por las paredes, campos de arena de colores diversos, huellas pausadas de camellos que tienden a separarse de las marcas invasoras de los neumáticos, arcos de piedra que se sostienen solemnes en el aire caliente, marcas geométricas verticales de los gigantescos derrumbes que desgajan las torres por la mitad, trazos esquivos a la sombra donde las piedras nos hablan de antiguos ritos y sueños, de hombres que habitaron estas tierras mucho antes de que tuvieran nombre, antes incluso de que beduinos, romanos o nabateos se quemaran bajo este sol, antes de que Lawrence blandiera su cruzada imposible.



El atardecer tiñe de rojos y naranjas las formas caprichosas de las piedras del Wadi Rum. El cielo pastel se va incediando mientras la noche de nuevo se avalanza silenciosamente sobre las arenas borrando las huellas de mi paso, como si nunca hubiera estado allí. El tiempo se detiene y retrocede deshaciendo el rastro de las caravanas. Cuando abandono el Wadi Rum mi reloj vuelve a ponerse en marcha.

(Wadi Rum, abril de 2012)





(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

martes, 23 de octubre de 2012

CIUDAD DORMIDA (BOGOTÁ, COLOMBIA)



Desde el Cerro de Monserrate la ciudad de Bogotá se extiende como un hormiguero hasta las faldas de los montes que la rodean, donde las nubes inmensas como navíos de viento amenzan con tragársela. Desde los 3152 metros del cerro, la capital del país y del departamento de Cundinamarca parece alcanzar el infinito. Su calles interminables y la carreteras de cinrcunvalación atrapan una maraña de techos bajos y algún que otro espigado rascacielos desde donde se puede otear el verdor ondulado que rodea la urbe.

El funicular que sube al Cerro de Monserrate asciende con pudor entre las frondas con algún que otro frenazo y tirones que provocan gritos y risas nerviosas entre los usuarios que lo toman para llegar al santuario. Desde la considerable altura en la que se levanta, la torre blanca del Santuario del Señor Caído, fundado en 1640, se cree faro de luz y de almas bajo la tormenta oscura que ruge en la distancia.

Desde Monserrate, la antigua Santa Fe de Bogotá parece lejana, durmiente, apenas un sueño.

(Monserrate, Bogotá, agosto de 2005)



(c) Copyright del texto y de las fotos:  Joaquín Moncó

jueves, 18 de octubre de 2012

MALAS PULGAS (ZAMBIA)



Al atardecer la luz sesgada realza el borde anaranjado de los árboles. Una soñolencia gris va surgiendo de la tierra resquebrajada bajo los mopanes y de las telas de araña. Ya queda poco para que las sombras comiencen a ganar la partida y la oscuridad se encienda de ojos brillantes. A esa hora, por alguna razón, el olor espeso de África se acentúa bajo el zumbido de las moscas tse tse que vuelven una y otra vez a cebarse en mis pantorrillas. El aroma dulzón que me acompaña todo el día se azucara aún más con los fulgores de hoguera que arden en el horizonte y prenden de violeta toda la reserva.

Parece que la mejor hora para visitar el río es en este momento, cuando el calor huye de las orillas y un frescor fantasmal se aposenta blandamente sobre la corriente. El otro lado del Luangwa me dicen que se extiende la reserva de caza, que los disparos de las reflex y las lentes de los objetivos se tornan en miras telescópicas y balas de acero. Me pregunto si los animales estarán informados de semejante frontera invisible donde un paso en falso significa el nunca jamás. Mal negocio, para ellos. Los hipidos de las hienas y el ulular de un búho real  me recuerdan de qué lado estoy.


El río se extiende en un meandro ancho de aguas bajas dejando las orillas terrosas a considerable altura. En medio de la corriente, como tortugas enormes o cascos de naufragios, los lomos ovalados de los hipopótamos (Hippopotamus amphibius) asoman con parsimonia en un abigarrado rebaño. Algunos ya trotan por los herbazales próximos adelantando la hora de la cena mientras otros se dedican a abrir las bocas gigantescas como si estuvieran a punto de descoyuntarse mostrando su dentadura destartalada. Las cicatrices en la piel rosada dan fe de las disputas frecuentes. 

El río Luangwa, afluente del poderoso Zambeze, es elegido habitualmente por estos paquidermos de aspecto apacible y humor de perros para reunirse en sus pozas y charcas bajo la mirada condescendiente de los cocodrilos. Los bramidos singulares atronan el aire lento del atardecer mientras las últimas luces huyen despavoridas ante semajante alboroto. Malas pulgas las de estos pesos pesados que ostentan el inesperado record de ser el animal que más muertes humanas provoca en África al cabo del año. Eso sí, con permiso del mosquito.
 
(Parque Nacional de North Luangwa, agosto de 2008)



(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

A PRUEBA DE ZARPAS (ALASKA)



Desde que he llegado al parque natural no dejan de recordarme dónde estoy y quién manda allí. Por supuesto que mandan los rangers, con sus uniformes verde oliva y el revolver en la cintura. No tengo nada más que rememorar el incidente con la teniente Hamilton, de mirada azul y sonrisa de hielo, para darme cuenta. Sí, señor, señor, como usted diga, señor. Pero incluso por encima de ellos, en esa tierra fronteriza, mandan los osos. 

Los Estados Unidos por encima del paralelo 48 son salvajes y agrestes, tapizados de bosques, montañas, glaciares y una tundra inabarcable hasta las aguas de acero del Ártico. Y allí, los osos, ya sean pardos, negros o blancos, campan a sus anchas e imponen su ley. Los carteles, folletos, videos o charlas me lo recuerdan a cada instante, las normas básicas a seguir en caso de encuentros cercanos, la educación mínima en tales situaciones, la urbanidad que se supone. Los osos son pacíficos, tranquilos, bonachones, ya estaban allí antes que nosotros, es culpa nuestra si nos ponemos torpemente en su camino, si se les cruzan los cables y de vez en cuando devoran a un turista incauto que pasa a engrosar las estadísticas. Pero los osos también tienen hambre. Aunque sólo los polares nos tienen en su dieta, y apuesto que tampoco en el mejor plato del menú, no conviene estar cerca de sus hocicos cuando se pasean entre las matas de arándanos buscando algún bocado más apetitoso que llevarse a las fauces. Y mejor no estar en el camino entre el oso y su comida. Más vale poner a buen recaudo las viandas y plantar la tienda bien lejos.

Para eso las cabezas pensantes han diseñado artilugios donde depositar los víveres o la basura y que las zarpas de los osos no puedan abrir por mucho que lo intenten. Aunque todo es posible, que el hambre agudiza el ingenio.

(Alaska, agosto de 2009)



(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó