Jamás he estado en las Pribilof, esas islas del Mar de Bering hacia las que ponían proa en la maravillosa película El Mundo en sus Manos de Raoul Walsh. De momento me he quedado en la Alaska continental. Pero esa frase exclamada al frío viento del océano en el celuloide de 1952 siempre me ha sugerido las aventuras y emociones que, de alguna manera, intento encontrar en mis viajes.

jueves, 16 de junio de 2011

FORMAS DE AGUA (ALASKA)



Alaska me da el primer golpe. Golpe bajo sin esperarlo. Me aplasta y derriba con el primer puñetazo directo al mentón nada más salir de Anchorage. La ciudad se disuelve tímidamente y desaparece engullida por la naturaleza que asedia tenazmente cualquier atisbo de civilización. Las placas amarillas de los coches lo proclaman con orgullo de verdad lapidaria.  The Last Frontier. La última frontera que se dibuja en el mapa antes de cruzar al infinito.

Alaska me apabulla con su paisaje inconcebible de bosques sin fin, de montañas siempre, de azul glaciar, de ríos sin cuento, de agua. Quizás sobre todo de agua. Alaska es agua. 

Agua espesa rodando por los meandros de los ríos que se deslizan cautamente, a veces con violencia, anegando los valles. Como el Mat-Su Valley, donde el Susitna y el Matanuska se alían para hacer brotar de la tierra hortalizas gigantescas dignas de galardón. 

Agua lenta de temperatura imposible que se derrama en miles de dedos gélidos desde la morrena, que se enrosca en torno a mis tobillos y pantorrillas hasta hacerme gritar de dolor mientras vadeo el desagüe del glaciar Muldrow que se precipita desde el Denali. 

Agua vieja, anciana, que circula por la autopista inmensa del glaciar Kahiltna con carriles blancos y mediana de morrena devastando a su paso todo lo que encuentra aunque sea a paso de hormiga, a vista de pájaro desde una avioneta que me zumba en los oídos.

Agua cúbica y cuadrada, resquebrajada en dados ciclópeos que tejen un tablero de casillas inverosímiles en el glaciar Exit. Lengua de hielo sideral  que se vierte al océano entre las brumas de la península Kenai donde alza un muro de truenos cada vez que se derrumba.

Agua hecha polvo, niebla, bruma constante que se agarra a las copas de los árboles, a las cumbres y raíces de la montañas, como banderas al viento, sin terminar nunca de soltarse.

Agua salada, de color acero, quebrantando el camino del ferry entre témpanos de hielo y leones marinos en Prince Williams Sound.  Agua de océano rebelde, impetuoso, cortado por las aletas de las orcas.

Agua de lluvia. Lluvia en el parabrisas de la furgoneta, lluvia en mi sobre de comida liofilizada en la morrena glaciar en la noche del parque Wrangell-Saint Elias, lluvia en la piragua entre castores y salmones del Slana, lluvia en el embarcadero de Valdez, lluvia, sólo lluvia.

Alaska también es agua.

(Alaska, agosto de 2009) 









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FORMS OF WATER  (ALASKA)

Alaska gives me the first blow. Unexpected low blow. It crushes me and knocks me down with the first punch to the chin just outside Anchorage. The city shyly dissolves away and disappears swallowed by nature stubbornly besieging any trace of civilization. Cars yellow plates proudly proclaim it: The Last Frontier. The final frontier drawn on the map before crossing into infinity.

Alaska overwhelms me with its
inconceivable landscape of endless forests, ever mountain, blue glacier, countless rivers, water. Perhaps especially water. Alaska is water.  

Thick water running down the meanders of rivers that glide cautiously, sometimes violently, flooding the valleys. As Mat-Su Valley, where Matanuska and Susitna rivers join forces to bring forth from the ground giant vegetables. 

Slow water at  impossible temperature pouring into thousands of icy fingers from the moraine, wraping around my ankles and calves making me scream in pain as I wade Muldrow Glacier draining from Mount Denali. 

Old water, ancient water, flowing through the huge highway of Kahiltna Glacier with white lanes and moraine median strip and devastating everything in its way even at ant pace, bird's eye view from a small plane buzzing in my ears.

Cubic and square water, broken into cyclopean cubes weaving implausible squares on a board in Exit Glacier. Sidereal ice tongue poured out into the ocean among Kenai Peninsula mists where it rises a wall of thunders every time that it collapses.

Water made ​​dust, fog, constant haze clinging to the tops of the trees, to the summits and roots of the mountains, like flags in the wind, never getting loose.

Salt water, steel-colored, breaking the path of the ferry among icebergs and sea lions at Prince Williams Sound. Rebellious ocean water, impulsive, cut by killer whales.

Rainwater. Rain on the van windshield, rain over my freeze-dried food on the moraine in the night of Wrangell-Saint Elias Park, rain on the canoe between beavers and Slana river salmons, rain on Valdez pier, rain, only rain.

Alaska also is water.

(Alaska, August 2009)



(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

martes, 7 de junio de 2011

EL FIN DEL MUNDO (SANTO ANTAO, CABO VERDE)



En el último rincón de la última isla llegamos a Ponta do Sol. Como un molusco aferrado a la roca, se despereza sobre los acantilados y los bajíos ganando terreno a las olas añiles. Delante, el océano atlántico inmenso y desbocado; a la espalda, la espesa tierra quebrada que abre abismos y lanzas en el interior.

Un avión desde Lisboa, otro desde Sal a Sao Vicente; un ferry perdido y otro hallado uniendo Mindelo con la última isla, Santo Antao, verde y ocre a partes iguales; una furgoneta por carreteras inverosímiles cruzando el corazón de hierro hasta casi tocar las nubes para lanzarse después cuesta abajo hasta clavar los frenos al borde del agua al otro lado del mundo.

Las calles de Ponta do Sol rezuman sal caribeña, música oculta en los pliegues de las faldas y las sandalias. La noche porta voces de gaviotas, cantos de sirenas que se duermen sobre los vasos de ponche. Con un plato de tiburón y una cerveza celebramos el último desembarco de las chalupas cargadas de plata y aletas. A la luz del día, los senderos se encaraman por las paredes vertiginosas surcando el aire que se vuelve casi sólido. Las acequias trazan caminos imposibles por las montañas que se van transformando en terrazas de papel doblado. Las casas cuelgan en el vacío como nidos de alcatraz desafiando la lógica mientras, mucho más abajo, casi en otro lugar, las olas se estrellan con fragor de cristales rotos.

Otra noche de olor a océano y sueño tibio. Al alba Santo Antao espera.

(Santo Antao, marzo de 2008)







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WORLD'S END   (SANTO ANTAO, CABO VERDE)

In the last corner of the last island we arrived at Ponta do Sol. As a shellfish grasped to the rock, it stretches on the cliffs and shoals gaining ground on indigo waves. Front, the vast and unbridled Atlantic Ocean; back, the thick broken earth that opens pits and spears inside.

A plane from Lisbon, another one from Sal to Sao Vicente, a lost and found ferry connecting Mindelo to the last island, Santo Antao, green and ocher equally. A van through unlikely roads crossing the iron heart to almost touch the clouds  and to  throw later downhill to slam on the brakes at the water's edge just the other side of the world.

The streets of Ponta do Sol exude Caribbean salt, music hidden in the folds of the skirts and sandals. The night carries seagull voices, songs of mermaids who fall sleep on the punch glasses. With a plate of shark and a beer we celebrate the last landing of boats laden with silver and fins. In daylight, the trails climb the steep walls soaring through the air that becomes almost solid. Irrigation ditches trace impossible paths through the mountains that are transformed into folded paper terraces. The houses hang illogically in the air like gannet nests while far below, almost in another place, the waves crash with the roar of broken glass.

Another night of smell of ocean and warm sleep. At dawn Santo Antao expects.

(Santo Antao, March 2008)



(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

OLA HELADA




Cabalgando en la ola helada
en un instante detenido del tiempo
como en un cuadro japonés
donde cada cristal es un laberinto infinito
de espacio y de electrones
en la punta de mis pies y de mis dedos
fotones petrificados
que convierten en polvo el horizonte
en duda sólida azul
en agua lenta donde me disuelvo




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FROZEN WAVE

Riding the frozen wave 
in an stopped moment of time 
like in a Japanese painting 
where each crystal is an infinite maze 
of space and electrons 
at the tip of my toes and my fingers 
petrified photons 
turning the horizon into dust 
into solid blue doubt 
into slow water where I dissolve


(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

viernes, 3 de junio de 2011

EN LA TELARAÑA: CORREDOR JORDI SOLÉ AL PICO RUSSELL



fino hilo azul que se quiebra
el invierno se deshace en primavera
la sombra se convierte en luz
la noche sideral en vigilia
tres por uno en la fisura
de uno en uno por la grieta
a caballo de la piedra y el hielo
estrecho camino al sol
clavos en el agua dura
piedras frías en la tripa
la cuerda que rasga el alba
los pies que arañan la tierra
roca seca descompuesta
lluvia negra de montaña
con los pies y con las manos
por la vieja telaraña
remontando el espinazo
asaltando la muralla
entre bombas y explosiones
hasta el final de la línea
que se quiebra en un instante
al borde invisible de la niebla
donde termina la materia
y el vacío se avalanza en oleadas
huellas blancas sin respuesta
buscando el regreso a casa
por paredes de sal y  azúcar
que se rompen en estrellas
entre nubes y saliva
el aire se torna suelo
donde comienza la vuelta

(Pico Russell, Pirineos, 28 de mayo de 2011)





(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó

jueves, 2 de junio de 2011

SIRIO EN MIS SUEÑOS (KOMODO Y RINCA, INDONESIA)



La noche errática del trópico rodaba sobre los mástiles del barco. El Felicia se mecía suavemente anclado en las aguas coralinas de la bahía el borde de la arena rosa. Tumbado en la cubierta de madera del velero, dejaba que la respiración del mar fuera abrazándome pausadamente mientras la tiniebla brillante iba rodeando las amuras y los cabos. El barco dormía y la noche se desperezaba sobre las copas de los árboles en las islas, agitando un viento de hojas, un rumor de olas, que flotaba sobre la costa soñolienta.

El cielo se fue tiñendo a medida que el último fulgor naranja sobre el horizonte se quebró en una línea invisible y, silenciosamente, las estrellas indonesias comenzaron a invadir el techo oscuro sobre las velas recogidas. Hacía un buen rato que los últimos zorros voladores habían cruzado sobre el barco siguiendo a la bandada incontable que embadurnó la tarde de gritos y alas en su viaje cíclico de isla en isla a por su ración diaria de fruta. La luna plateada pugnaba por dominar el campo sin nubes barriendo con su haz dilatado cualquier mínima candela, pero la noche avanzaba y un sopor ancestral me venció en un sueño difuso de dragones, tiburones y flores hermosas.

Un sabor dulce en los labios me despertó arrastrándome sobre la cubierta. Otra gota en la frente. Una nube solitaria  más oscura que la noche navegaba sobre el Felicia en su tránsito ajeno y descargó parte de su peso inverosímil sobre la bahía. Apenas una alarma, un chaparrón interrumpido que me volvió a sumir en un sueño inocente. La segunda vez no me despertó la lluvia. La luna ya se había ocultado tras el arco oscuro del mar pero una luz imponente se mantenía encendida enfrente de mí, colgada en el cielo, como si alguien se hubiera olvidado de apagar la última bombilla. Las demás estrellas palidecían en su entorno, por sí sola podía iluminar toda la noche y alumbrar el barco con una luz de mercurio, mitad luz y mitad sombra.

El ojo del perro, Sirio, en el Can Mayor, me atisbaba desde su distancia imposible siguiendo las huellas de Orión en su eterna caza. Sirio de los egipcios y de los dogones, la estrella más brillante de todo el firmamento. Nos observamos mutuamente mientras todos los demás dormían alrededor ajenos a tan emocionante encuentro. La comunión duró un instante, hasta que volví a quedarme dormido.

A la tercera vez que me desperté, la luz ya reinaba sobre el océano y un amanecer de sol dorado se derramaba sobre el agua hasta el barco. Los primeros zorros voladores regresaban tras su festín nocturno comenzando a cubrir el aire. Sirio era apenas ya un sueño.

(Komodo y Rinca, agosto de 2007)





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SIRIUS IN MY DREAMS  (KOMODO AND RINCA, INDONESIA)  

The erratic tropical night rolled over the ship's masts. Felicia rocked gently anchored in the bay's coral waters at the edge of the pink sand. Lying on the wooden deck of the sailing boat, I let the breath of the sea were slowly embracing me as the bright darkness surrounded bows and ropes. The ship was sleeping and the night stretched over the tops of the trees on the islands, waving a wind of leaves, a murmur of waves, floating on the sleepy shore.

The sky was staining as the last orange glow on the horizon was broken in an invisible line and, silently, the Indonesian stars began to invade the dark ceiling over the furled sails. It was a long time the last flying foxes had crossed over the ship following the countless flock who daubed the evening with cries and wings on his cyclical journey from island to island for their daily share of fruit. The silvery moon struggled to dominate the unclouded field sweeping with its extensive beam any candle, but the night waned and an ancestral slumber overcame me in a fuzzy dream of dragons, sharks and beautiful flowers.
 


A sweet taste in the mouth woke me up dragging me on the deck. Another drop on the forehead. A solitary cloud darker than night was sailing in its alien transit over Felicia and unloaded part of its unlikely weight on the bay. Just a warning, an interrupted shower that plunged me again in an innocent dream. The second time I was not woken up by the rain. The moon was already hidden behind the dark arch of the sea but an impressive light remained lit in front of me, hung in the sky, as if someone had forgotten to turn off the last light bulb. Other stars paled around, by itself it could illuminate the night and light up the boat with a mercury light, half light, half shade.

The dog's eye, Sirius, in Canis Major, peeped at me from its impossible distance following Orion's footsteps in his everlasting hunt. Egyptians and Dogon's Sirius, the brightest star in the entire sky. We looked at each other while everyone else slept around unaware of such an exciting meeting. The connection lasted a moment, until I fell asleep again.

The third time I woke up, the light reigned over the ocean and a golden sun dawn spilled on the water to the ship. The first flying foxes returned after their night feast beginning to fill the air. Sirius was just as a dream.

(Komodo and Rinca, August 2007)



(c) Copyright del texto y de las fotos: Joaquín Moncó